Wednesday 5 February 2020

Whatsapp y el descampado para jugar a fútbol

Tengo que empezar con una premisa: no tengo whatsapp, ni siquiera tengo un smartphone (como norma general, en la relación entre yo y mi teléfono quiero que el inteligente sea yo, y no el teléfono). Cuando salgo de casa, lo más probable es que mi móvil (un arcaico Nokia sin ni siquiera cámara) se quede en casa. Cuando veo a alguien cenar con amigos o su pareja mirando constantemente el móvil, siento una pena profunda. Cuando veo a alguien caminar por la calle mirando el móvil (en lugar de mirar adónde va, así como nos enseñaron de niños) tengo la tentación de hacerlos tropezar (afortunadamente soy una persona educada y no lo hago, pero a veces sí me paro de golpe así que se choquen contra mí y tengan que disculparse--y, muy de vez en cuando, incluso lo hacen). A veces tengo la impresión que algunas personas ya han no son tanto seres humanos cuanto accesorios del móvil.

Hago esta premisa para aclarar que a lo mejor no soy la persona más indicada para hablar de whatsapp o de redes sociales, fenómeno que también está bastante alejado de mi vida (pero, tampoco tanto: esto es, al fin y al cabo, un blog). Por otro lado, estar lejos de las cosas a veces permite ver la foresta, y no sólo los árboles.

A pesar de mi indiferencia personal, no se me escapa la importancia de las redes sociales en la vida de los adolescentes. No hablo sólo de la difusión capilar de las redes sociales, ni del hecho que los adolescentes (al igual que sus padres, por cierto) pasan horas mirando colores y signos en una pantalla. Me refiero más bien al peso que estas interacciones tienen en la vida interior de un adolescente. Tengo a veces la impresión que la vida on-line tenga más importancia que la vida que hasta ahora llamábamos "real", que la "amistad" informática de alguien que nunca encontrará tenga para un adolescente más importancia que la amistad que hasta ahora llamábamos "real", que el "like" de un desconocido tenga más importancia que la aprobación del vecino de banco.

Es normal que una persona de mi edad no entienda a los adolescentes. Es sano. Una sociedad en que las personas con más de 40 años entendieran perfectamente lo que piensan y como se comportan los adolescentes sería una sociedad muerta, una cultura estancada. A pesar de esto, el fenómeno llama la atención hasta en mi capa de edad, y merece que por lo menos no lo despreciemos, que lo analicemos con la atención que su relevancia merece.

Creo que para entender algunas de las causas de este fenómeno, hay que empezar considerando la manera en que los adolescentes de hoy han sido criados desde niños. A parte la consideración, obvia, que para una persona nacida en este siglo el móvil y las redes sociales son tan normales como lo era para sus padres tener agua caliente en casa, hay que mirar el ambiente local y familiar en que estos adolescentes has pasado su infancia.

Hoy en día, un niño de 6-8 años tiene una vida más ocupada y estructurada que el presidente de una multinacional y tan vigilada como la de un boss mafioso en Sing-sing. Los niños pasan buena parte de sus vidas en actividades estructuradas y supervisadas, corren de la clase al entrenamiento de fútbol, luego a inglés, a ballet, a natación, etc. La paranoia en que vivimos desde principio del siglo es tal que incluso actividades menos estructuradas tales como jugar con otros niños en un parque se desarrollan bajo la constante supervisión de un verdadero politburó de padres que controlan, regulan, limitan, legislan y se aseguran que los niños no se ensucien, no se peleen, no discutan... es decir, se aseguran que no se comporten como niños.

En la vida de un niño de 8 años no hay casi momentos de autonomía, no hay oportunidades para crear un espacio social propio que no sea organizado y supervisado por adultos. No sorprende, pues, que una generación tan constreñida y con tanta familiaridad con los dispositivos digitales recurra a ellos para crear lo que no ha podido crear de otra manera: un espacio social propio, un entorno desestructurado que ellos mismos puedan organizar, lejos de las normas de comportamiento establecidas por sus padres. Lo que para mi generación ha sido la calle, los juegos independientes, los millenials lo han podido encontrar sólo en el ciberespacio: la libre exploración del espacio real le ha sido cerrada. Mi generación ha aprendido a socializar a través del juego, ha aprendido las normas de comportamiento, los límites sociales, a través de la confrontación con otros niños. Para los millenials esta interacción libre sólo se ha podido instaurar en el mundo virtual.

No se trata de un cambio inocente. Por un lado supone la despersonalización del contacto y la pérdida de habilidades sociales y empatía simplemente por vivir en un espacio virtual. Por otro lado, el medio en que se organiza este espacio no es un medio neutral, sino un medio comercial, privatizado, de propiedad de unas empresas que lo gestionan con criterios de rentabilidad.

Los adolescentes viven su vida social en un espacio manipulado, donde sus interacciones son observadas y explotadas con fines comerciales. El narcisismo extremo de la sociedad del “selfie”, la competitividad de la carrera al número más grande de seguidores, la pequeña infusión de dopamina de cada “like”; todos estos son comportamientos de adolescente que se deberían corregir e limitar para entrar en la edad adulta y que, al contrario, son potenciados y explotados según una precisa estrategia empresarial.

A través de este espacio llega a los adolescentes el imperativo neoliberal de una puesta en escena narcisista de uno mismo. Técnicas psicológicas muy sofisticadas son puestas en marcha para crear el justo equilibrio de dificultad y recompensa que mantenga “enganchada” a la gente (y no es muy difícil anganchar a los adolescentes con algo que promete socialización y éxito entre sus compañeros). Estos instrumentos se ponen en marcha para transmitir una nueva visión, materialista y economicista, de la vida. La socialización se transforma en una performance publicitaria, el yo en un producto que hay que vender. El individuo es el emprendedor de sí mismo. Él mismo crea la presión de la competición que acabará destruyendo su faceta social. El éxito es un imperativo y no alcanzarlo un pecado mortal. Sin una solidaridad de grupo que les permita gestionar esta presión, los adolescentes se culpan a ellos mismos del fracaso que se le impone. La línea entre ocio y productividad desaparece: la diversión también ha de ser productiva y su rentabilidad se mide a través de medida pseudo-objetivas: el número de “like” o de “followers”, que reducen la complejidad social a un número y, en cuanto tal, dan la ilusión de objetividad, mientras se trata de medidas ideológicamente cargadas.

En este falso mundo social los adolescentes, privados desde niños de la posibilidad de una asociación libre, buscan su identidad, pero todo lo que encuentran es una identidad corporativa que los despersonaliza y los prepara para una vida de auto-explotación, de aislamiento, de falta de redes sociales solidarias (reales, no virtuales). Una verdadera vida productiva neoliberal.

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