Tuesday 10 September 2013

La buena suerte olímpica de Madrid

Esta vez Madrid ha tenido suerte. Mejor dicho: el Comité Olímpico Internacional la ha salvado de su propia locura, de la de sus administradores y, siento mucho decirlo, de la de muchos (demasiados) de sus ciudadanos. ¿Cómo es posible que una ciudad que no tiene dinero ni siquiera para garantizar los servicios básicos (es lo que nos dicen nuestros políticos locales) pueda pagar una manifestación tan estrafalaria e inútil como los juegos olímpicos?

Madrid está destruyendo su educación y su sanidad públicas porque, nos dicen, no hay dinero. Madrid está sucio y huele a basura. En Madrid se ha aumentado el billete de Metro, pero se ha reducido la frecuencia de los trenes, su velocidad y su mantenimiento. Cada día más escaleras mecánicas están averiadas, el Metro también está sucio y huele mal. Obvio: se ha recortado el personal, se ha despedido a gente. No hay dinero.

Pero, según nuestros políticos, si hay dinero para despilfarrar en dudosos sueños olímpicos, en este reality show de mal gusto creado por y para la televisión (hay que ser honestos y admitirlo: los juegos olímpicos son un espectáculo televisivo que poco tienen que ver con el espíritu de Pierre de Coubertin).

Pues, en este caso queremos saber cuánto ha costado esta aventura inconsciente. Cuánto los estudios de factibilidad, los proyectos, las presentaciones, las 180 personas que han volado a Buenos Aires cuya identidad es tan difícil acertar (la delegación más numerosa, para el país con más paro). Queremos saber cuántos profesores, cuantos médicos se podían contratar con este dinero, cuanto personal de limpieza y mantenimiento. Cuantos conductores de Metro.

No es difícil entender porque los políticos están tan entusiasmados con la perspectiva de los juegos: se trata de un gran negocio. En el país de los sobres, de Gürtel, de los tesoreros con millones en Suiza, unos juegos olímpico suponen mucho, pero mucho dinero a repartir. Y, además, traen una popularidad que puede dar un vuelco a unas elecciones: juegos para neutralizar las chapuzas, la corrupción, la incompetencia.

Las preguntas más difíciles no tienen que ver con los políticos, sino con la gente. ¿Cómo es posible que las plazas se llenen más para seguir la asignación de los juegos que para defender la educación pública? ¿Cómo es posible que en las ventanas se vean más banderas cuando juega la selección que trapos blancos para protestar contra la privatización de la sanidad? ¿De verdad la gente está tan cegada por el deporte que lo considera más importante que sus condiciones de vida?

Mucha gente sabe que los juegos olímpicos suponen un gasto insostenible que recaerá sobre los más desfavorecidos en el medio de una crisis brutal, frente a unas ganancias dudosas, para pocos, en siete años y muy concentradas en el tiempo. (La mayoría de las ciudades que han organizado los juegos han acabado perdiendo.) Suponen la creación de grandes estructuras centralizadas y sub-explotadas en lugar de instalaciones deportivas de barrio donde la gente pueda efectivamente hacer deporte.

¿Cuántas personas que estaban celebrando esta perspectiva de gasto insensato se encuentran en el paro, no pueden pagar la hipoteca, la educación de sus hijos o sus recetas? ¿Cuántas de estas personas usan regularmente un Metro cada día más degenerado? ¿Cuántos de los 180 miembros de la delegación española lo hacen?

Es difícil también imaginar porque tantas personas identifican su orgullo de pertenecer a una nación con el hecho de que esta nación gane competiciones deportivas u organice un espectáculo televisivo a carácter deportivo. Un científico, un literato español que ganaran el premio Nobel, un matemático que ganara la medalla Fields, pasarían casi desapercibidos. Una película española que ganara la Palma de Oro no reuniría multitudes ni produciría un evento tan excepcional como la aparición del Presidente del Gobierno sin la mediación de una pantalla de plasma. O, lo que es peor: un político que limpiara la ciudad e hiciera funcionar los servicios recibiría una fracción de los votos de un político que despilfarrase el dinero en juegos olímpicos.

Al final, la gente tiene lo que pide: un país con una selección de fútbol que gana torneos, pero un país en bancarrota cultural y ética, con un sistema educativo que se derrumba y una universidad entre las últimas de Europa.

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