Thursday 20 February 2020

La imposibilidad de conversar

El otro día estaba en el supermercado haciendo la compra cuando un señor me preguntó algo sobre el precio de una marca de leche que estaba en oferta. Le contesté como pude (no pude mucho) y nos pusimos unos minutos a hablar---de leche, de precios, de todo y de nada.

Al cabo de unos minutos nos despedimos y, para mi sorpresa, me agradeció muchísimo la con ersación diciendo que hoy en día es muy difícil hablar con la gente, que es casi imposible tener una conversación casual con un desconocido: cuando lo intenta, la reacción natural es el rechazo.

Este señor, cuyo nombre nunca llegaré a conocer, tiene razón: en la sociedad del miedo, de la paranoia y del consumo en que vivimos, si alguien intentara hablar con nosotros en la calle, nuestra primera reacción sería probablemente retraernos y nuestro primer pensamiento sería que se trata de un carterista o de alguien que quiere vendernos algo: lo rechazaríamos, quizás de mala manera.

En la era de las redes sociales, que nos ofrece la ilusión de una multiplicidad de contactos, somos incapaces de algo tan sencillamente humano como intercambiar unas palabras con un desconocido. Las redes sociales han creado una red vastísima de contactos potenciales, pero han dejado una esfera de vacío en el medio, y en el centro de esta esfera estamos nosotros, capaces de enviar un mensaje a China, pero incapaces de comunicarnos con nuestro entorno inmediato. Las redes sociales se han transformado en un laberinto que nos encierra, fuera del mundo real, y del que no conseguimos salir.

Es difícil entender como una innovación que debía ampliar nuestras posibilidades de comunicación haya acabado eliminando la dimensión más abierta y real de la comunicación: hablar con una persona cualquera. Heidegger consideraba que el peligro más grande de la tecnología es su dimensión totalizante, su capacidad de eliminar cualquier otro discurso y cualquier otra forma de relación con el mundo. Esto es lo que nos está pasando, quizás, con la comunicación: en el momento en que empezamos a relacionarnos tecnológicamente con los otros, cualquier forma verdadera de comunicación desaparece.

Heidegger sostiene, citando Hölderin, que allá donde está el peligro, también surge la posibilidad de salvación. En este caso la salvación puede ser tan sencilla como evitar de reducirnos a un simple accesorio del móvil. Tan sencilla como levantar la cabeza de la pantalla, situarnos en el mundo que nos rodea y, de vez en cuando, decir "hola" a un desconocido y hablar un poco del tiempo.

Recortes: como una pequeña causa puede tener un efecto enorme

En matemáticas, se llama "sistema lineal" un sistema en que la salida es proporcional a la entrada. Consideramos, por ejemplo, un muelle que tiramos para extenderlo. En este caso la entrada del sistema es la fuerza que ejercemos sobre el muelle, y la salida la cantidad en que el muelle se alarga. Si doblamos la fuerza, el muelle se alargará el doble, si la cuadruplicamos, el muelle se alargará cuatro veces más (nota para los físicos: sí, se trata de una aproximación). Hay sistemas que no son lineales. Por ejemplo, si la entrada al sistema es la longitud del lado de un cuadrado y la salida es su área, entonces si multiplicamos por dos la entrada (el lado), la salida se multiplica por cuatro.

Todo estos sistemas tienen una cosa en común: si cambiamos muy poco la entrada, la salida también cambia muy poco. Se trata de algo de que tenemos experiencia todos los días: cambiando poco las causas, los efectos cambian poco. Si el peso de la fruta que compramos cambia poco, también cambia poco el precio que tenemos que pagar, si la velocidad del metro cambia poco, cambia poco el tiempo que tardamos en llegar al trabajo. Se trata de una propiedad tan común que todos la asumimos en nuestro comportamiento diario: si hacemos un pequeño cambio, los efectos serán pequeños.

Sin embargo, no todos los sistemas funcionan así. Un ejemplo son los sistemas llamados "virales". Supongamos que una persona tiene cierta información. El primer día, esta persona la comunica a otra, al día siguiente esta nueva persona la comunica a otra, y así siguiendo: cada vez que una persona recibe la información, al día siguiente la cuenta a otra persona (y luego ya no la cuenta a nadie). Es fácil ver que tras un año, 365 personas tendrán la información (366 en 2020…). Asumamos ahora que de de cada diez personas, nueve se comporten como en el caso anterior pero la décima, en lugar de comunicar la información a una persona, la comunica a dos. ¿Cuantas personas tendrán la información tras este pequeño cambio? La sorprendente respuesta es 1.283.305.580.313.390. Se trata de 160.000 veces la población de la tierra.

La distinción es importante porque si nos comportamos con un sistema del segundo tipo como si fuera un sistema del primer tipo, las consecuencias pueden ser dramáticas.

Estas consideraciones me han venido en mente estos días en relación con los recortes en sanidad, contra que los médicos están protestando estos días en Galicia y que en Madrid hemos sufrido de manera dramática desde 2012. Pienso en Baltimore, MD.

En Baltimore a mitad de los años '90, una epidemia de sífilis se disparó por toda la ciudad. Baltimore siempre había tenido un nivel básico de casos de sífilis, concentrados en los barrios más pobres (relacionados con la difusión del crack y el estilo de vida que este generaba) y cera del puerto, pero en 1994-95 los casos se multiplicaron y se extendieron a prácticamente todos los barrios de la ciudad. Varios factores contribuyeron. Uno de los más importantes, analizado por el epidemiólogo John Zelinman, de la Johns Hopkins University fueron los recortes en las clínicas que trataban este tipo de enfermedades en los barrios más pobres. En 1991 las clínicas trataban unos 36.000 pacientes al año. Recortes graduales llevaron este número a 21.000 al año. Los primeros recortes, siguiendo el comportamiento típico de los fenómenos explosivos, no tuvieron casi efecto: el número y la difusión geográfica de los casos de sífilis se mantuvieron prácticamente constantes. Luego, en algún punto entre 36.000 y 21.000, se produjo la explosión exponencial: a causa de la espera para ser visto, los pacientes quedaban enfermos varias semanas, y este retraso era suficiente para que difundieran la enfermedad no sólo en su barrio sino también en los bares de barrios cercanos donde iban sobre todo el fin de semana. El resultado fue la epidemia de sífilis que llegó incluso a barrios socialmente muy lejano de los más pobres.

Mi temor es que en Madrid nos estamos acercando a este punto y, posiblemente, ya hemos llegado a él. Los recortes han causado listas de espera más largas, condiciones de trabajo imposible para los médicos de atención primaria, que resultan en mayor posibilidad de errores diagnóstico (si tenemos una sintomatología compleja, no es lo mismo que nos haga el diagnóstico un médico que ve 10 pacientes al día a que nos la haga un médico agotado que lleva meses viendo 50 o 60 pacientes al día). Todo esto se mantiene bajo control, y no tiene consecuencias apreciables hasta cierto punto. Pero llega el momento en que, de repente y con un recorte relativamente pequeño, las consecuencias explotan y resultan en un derrumbe dramático del sistema.

Recientemente la comunidad de Madrid ha hecho un recorte encubierto de 145 millones, que afecta sobre todo sanidad (38 millones) y educación (22 millones). Parece poco, pero los efectos exponenciales nos enseñan que confiar que causas pequeñas tengan efectos pequeños es un autoengaño. En este caso, un autoengaño que puede tener consecuencias trágicas.

Tuesday 11 February 2020

La trampa de la meritocracia

En el discurso político de la derecha aparece cada vez más el concepto de meritocracia, la idea que los ricos son ricos esencialmente porque se lo merecen, porque han sido más hábiles, más trabajadores o porque tienen más talento. La consecuencia que se deriva invirtiendo esta proposición (y de que normalmente no se habla demasiado: no suena tan bonita) es que los pobres son pobres porque se lo merecen: ellos han creado las condiciones por su propia pobreza y por tanto no deberíamos sentirnos culpables, ni sentir la obligación para obviar las causas sociales de la pobreza. Lo pobres no son sólo pobres: son culpables.

La idea no es nueva: desde los albores del neoliberismo la meritocracia se ha usado para justificar las desigualdades crecientes causadas por el nuevo modelo económico y para desmantelar el estado social. Reagan y Tatcher introdujeron esta idea en los años '80 para justificar los recortes fiscales a los ricos y sus recortes brutales en las ayudas sociales y en el estado de bienestar y desde entonces la idea ha sido parte integrante del ideario del neoliberismo eonómico.

Lo que no se debate mucho es en que consiste exactamente la meritocracia, y cuales son las consecuencias políticas y sociales de su puesta en marcha en una sociedad. Una sociedad es meritocrática cuando la posibilidad de tener éxito (financiero, social, o de cualquier otro tipo) depende sólo del mérito personal de los individuos. Las palabras "sólo" y "personal" son cruciales en esta definición. Que haya personas que, mediante capacidades a menudo excepcionales, hayan conseguido salir de la pobreza y ganar mucho dinero no quiere decir que nuestra sociedad sea meritocrática. Las probabilidades de éxito tienen que ser las mismas por el mismo mérito personal, independientemente de cualquier otra circunstancia. Una persona con talento y ganas de trabajar debería tener muchas probabilidades de éxito, y una persona sin talento o sin ganas de trabajar debería acabar en la pobreza, incluso si la primera es hija de un parado y la segunda de un millonario: la meritocracia es un sistema despiadado. En términos matemáticos, la probabilidad de éxito (financiero, social, o de cualquier tipo) es condicionada al mérito personal, y a ninguna otra circunstancia (lugar de nacimiento, condiciones de la familia, etc.). Pero si sólo el mérito personal es la variable condicionante, es necesario que todas las demás circunstancias, las circunstancias en que estas capacidades se pueden desarrollar, sean iguales.

El individuo es, al fin y al cabo, el producto (también) de su ambiente social. Para que gane el intrínsecamente mejor es necesario que todos compitan en las mismas condiciones, que todos partan del mismo punto y con los mismos medios. Es aquí, supuestamente, donde la educación pública juega su papel de ecualizador de oportunidades. Pero, por lo menos en nuestras sociedades, se trata de un principio teórico que poco tiene que ver con la realidad. Las diferencias que determinarán la probabilidad de éxito se manifiestan desde el nacimiento, mucho antes de que la educación pública pueda hacer algo. En el momento en que los niños se acercan a la escuela, ya no están todos en las mismas condiciones; "la contradicción es por tanto la siguiente: la igualdad de posibilidades puede ser un principio legítimo de selección sólo si se supone una igualdad completa de condiciones iniciales, es decir, eliminando la desigualdad social... lo que el principio de igualdad de posibilidades debería legitimar. El principio del mérito individual choca aquí contra una primera realidad antropológica: el hombre no se hace solo, y un niño es sobre todo una niñez." (Aurélie Ledoux, L'ascenseur Social est en Panne, Flammarion, 2012)

Se trata de una contradicción de base: la meritocracia justifica la desigualdad, pero se puede poner en práctica de manera efectiva sólo eliminando la desigualdad. Esta contradicción ha sido, por lo general, ignorada por la derecha, que acepta sin discusión que el principio del mérito legitime las diferencias sociales. Los pocos que han reconocido la contradicción se han confesados incapaces de ofrecer una solución.

Hayek, uno de los teóricos más lúcidos del neoliberismo, ve muy bien el problema, y analiza agudamente la contradicción que se esconde detrás del principio de igualdad de oportunidades: cuanto más se pone en práctica este principio, tanto más el principio organiza integralmente la sociedad. Sería necesario, para empezar, eliminar cualquier forma de herencia: está claro que una persona que recibe en herencia 100 millones tiene más posibilidades de ser rico que una persona que no recibe nada y, vale la pena recordarlo, el principio meritocrático es que el éxito depende del mérito personal, y no del mérito de los padres. La igualdad de oportunidades se puede realizar sólo entregando el poder político un control total sobre nuestra existencia social. Sería necesaria la coherencia de Platón: acabar con la familia tradicional, criar a los niños en común, hacer que todos sean hijos de todos para que nadie tenga privilegios que deriven de la familia. Hayek concluye su análisis: "poco a poco habría que llegar a una situación en que el poder político disponga literalmente de todos los elementos susceptibles de afectar al bienestar de cada uno. Por atractiva que sea a primera vista la fórmula «igualdad de oportunidades» en el momento en que se extienda más allá de los servicios que, por otras razones, el gobierno debe proporcionar, esta se transformaría en un ideal ilusorio, y todo intento de transformarla en una realidad acabaría creando una pesadilla" (Frederick Hayek. “The Principles of a Liberal Social Order”, Il Politico, 31(4) 601--18, 1966): la única manera de justificar éticamente la libertad neoliberal y las desigualdades que esta conlleva acabaría destruyendo esas mismas libertades.

Es difícil aceptar una teoría que no sólo tiene contradicciones tan evidentes (cualquier teoría política las tiene) sino que ni siquiera ha abierto un debate sobre estas contradicciones. Es difícil evitar la impresión que la teoría neoliberal ya ha muerto y que todo lo que queda es la praxis de poder de una elite económica que trae ventajas de una situación que la teoría neoliberal ha creado pero que ya no controla. Parece que la teoría neoliberal es, para el capitalismo moderno, lo mismo el Marxismo era para que la dictadura de Stalin una muleta ideológica, vaciada de contenido, cuyas formas ayudaban a mantener una situación de represión.

Wednesday 5 February 2020

Whatsapp y el descampado para jugar a fútbol

Tengo que empezar con una premisa: no tengo whatsapp, ni siquiera tengo un smartphone (como norma general, en la relación entre yo y mi teléfono quiero que el inteligente sea yo, y no el teléfono). Cuando salgo de casa, lo más probable es que mi móvil (un arcaico Nokia sin ni siquiera cámara) se quede en casa. Cuando veo a alguien cenar con amigos o su pareja mirando constantemente el móvil, siento una pena profunda. Cuando veo a alguien caminar por la calle mirando el móvil (en lugar de mirar adónde va, así como nos enseñaron de niños) tengo la tentación de hacerlos tropezar (afortunadamente soy una persona educada y no lo hago, pero a veces sí me paro de golpe así que se choquen contra mí y tengan que disculparse--y, muy de vez en cuando, incluso lo hacen). A veces tengo la impresión que algunas personas ya han no son tanto seres humanos cuanto accesorios del móvil.

Hago esta premisa para aclarar que a lo mejor no soy la persona más indicada para hablar de whatsapp o de redes sociales, fenómeno que también está bastante alejado de mi vida (pero, tampoco tanto: esto es, al fin y al cabo, un blog). Por otro lado, estar lejos de las cosas a veces permite ver la foresta, y no sólo los árboles.

A pesar de mi indiferencia personal, no se me escapa la importancia de las redes sociales en la vida de los adolescentes. No hablo sólo de la difusión capilar de las redes sociales, ni del hecho que los adolescentes (al igual que sus padres, por cierto) pasan horas mirando colores y signos en una pantalla. Me refiero más bien al peso que estas interacciones tienen en la vida interior de un adolescente. Tengo a veces la impresión que la vida on-line tenga más importancia que la vida que hasta ahora llamábamos "real", que la "amistad" informática de alguien que nunca encontrará tenga para un adolescente más importancia que la amistad que hasta ahora llamábamos "real", que el "like" de un desconocido tenga más importancia que la aprobación del vecino de banco.

Es normal que una persona de mi edad no entienda a los adolescentes. Es sano. Una sociedad en que las personas con más de 40 años entendieran perfectamente lo que piensan y como se comportan los adolescentes sería una sociedad muerta, una cultura estancada. A pesar de esto, el fenómeno llama la atención hasta en mi capa de edad, y merece que por lo menos no lo despreciemos, que lo analicemos con la atención que su relevancia merece.

Creo que para entender algunas de las causas de este fenómeno, hay que empezar considerando la manera en que los adolescentes de hoy han sido criados desde niños. A parte la consideración, obvia, que para una persona nacida en este siglo el móvil y las redes sociales son tan normales como lo era para sus padres tener agua caliente en casa, hay que mirar el ambiente local y familiar en que estos adolescentes has pasado su infancia.

Hoy en día, un niño de 6-8 años tiene una vida más ocupada y estructurada que el presidente de una multinacional y tan vigilada como la de un boss mafioso en Sing-sing. Los niños pasan buena parte de sus vidas en actividades estructuradas y supervisadas, corren de la clase al entrenamiento de fútbol, luego a inglés, a ballet, a natación, etc. La paranoia en que vivimos desde principio del siglo es tal que incluso actividades menos estructuradas tales como jugar con otros niños en un parque se desarrollan bajo la constante supervisión de un verdadero politburó de padres que controlan, regulan, limitan, legislan y se aseguran que los niños no se ensucien, no se peleen, no discutan... es decir, se aseguran que no se comporten como niños.

En la vida de un niño de 8 años no hay casi momentos de autonomía, no hay oportunidades para crear un espacio social propio que no sea organizado y supervisado por adultos. No sorprende, pues, que una generación tan constreñida y con tanta familiaridad con los dispositivos digitales recurra a ellos para crear lo que no ha podido crear de otra manera: un espacio social propio, un entorno desestructurado que ellos mismos puedan organizar, lejos de las normas de comportamiento establecidas por sus padres. Lo que para mi generación ha sido la calle, los juegos independientes, los millenials lo han podido encontrar sólo en el ciberespacio: la libre exploración del espacio real le ha sido cerrada. Mi generación ha aprendido a socializar a través del juego, ha aprendido las normas de comportamiento, los límites sociales, a través de la confrontación con otros niños. Para los millenials esta interacción libre sólo se ha podido instaurar en el mundo virtual.

No se trata de un cambio inocente. Por un lado supone la despersonalización del contacto y la pérdida de habilidades sociales y empatía simplemente por vivir en un espacio virtual. Por otro lado, el medio en que se organiza este espacio no es un medio neutral, sino un medio comercial, privatizado, de propiedad de unas empresas que lo gestionan con criterios de rentabilidad.

Los adolescentes viven su vida social en un espacio manipulado, donde sus interacciones son observadas y explotadas con fines comerciales. El narcisismo extremo de la sociedad del “selfie”, la competitividad de la carrera al número más grande de seguidores, la pequeña infusión de dopamina de cada “like”; todos estos son comportamientos de adolescente que se deberían corregir e limitar para entrar en la edad adulta y que, al contrario, son potenciados y explotados según una precisa estrategia empresarial.

A través de este espacio llega a los adolescentes el imperativo neoliberal de una puesta en escena narcisista de uno mismo. Técnicas psicológicas muy sofisticadas son puestas en marcha para crear el justo equilibrio de dificultad y recompensa que mantenga “enganchada” a la gente (y no es muy difícil anganchar a los adolescentes con algo que promete socialización y éxito entre sus compañeros). Estos instrumentos se ponen en marcha para transmitir una nueva visión, materialista y economicista, de la vida. La socialización se transforma en una performance publicitaria, el yo en un producto que hay que vender. El individuo es el emprendedor de sí mismo. Él mismo crea la presión de la competición que acabará destruyendo su faceta social. El éxito es un imperativo y no alcanzarlo un pecado mortal. Sin una solidaridad de grupo que les permita gestionar esta presión, los adolescentes se culpan a ellos mismos del fracaso que se le impone. La línea entre ocio y productividad desaparece: la diversión también ha de ser productiva y su rentabilidad se mide a través de medida pseudo-objetivas: el número de “like” o de “followers”, que reducen la complejidad social a un número y, en cuanto tal, dan la ilusión de objetividad, mientras se trata de medidas ideológicamente cargadas.

En este falso mundo social los adolescentes, privados desde niños de la posibilidad de una asociación libre, buscan su identidad, pero todo lo que encuentran es una identidad corporativa que los despersonaliza y los prepara para una vida de auto-explotación, de aislamiento, de falta de redes sociales solidarias (reales, no virtuales). Una verdadera vida productiva neoliberal.

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