Wednesday 2 April 2014

Como no firmar electrónicamente

A finales del año pasado tramité una solicitud con el ministerio cuya naturaleza no es, en este contexto, importante. Parece que hubo un pequeño error en mi solicitud, y hace unos días el ministerio me envió un email diciéndome que tenía que corregirla (la expresión oficial es “subsanar”). La subsanación se hace a través de una página web, de que en el email se incluía la dirección.

Aquí empezaron los problemas: el sistema me dejaba cambiar mi solicitud, pero recibía un error incomprensible cuando intentaba guardarla (una de esas largas listas de excepciones Java que para el usuario son tan útiles cuanto un jersey para un armadillo). Buscando, noto que el ministerio me avisa, en el medio de un párrafo denso de información inútil, que el sistema no funciona con el navegador Chrome. Concluyo que en parte la culpa es mía por no saber detectar la información útil en el medio de la inútil, y envío unos pensamientos que es mejor no repetir hacia los programadores (con lo fácil que es detectar el navegador que el usuario está usando, ¿qué les costaba hacer aparecer una ventana que decía ¡NO SIGAS! ¡ESTO NO VA A FUNCIONAR!?).

Cambio de navegador y termino el proceso sin más incidencias que los errores e inconsistencias normales en cualquier

página web. A los pocos días recibo otro email: se me recuerda que tengo que registrar la solicitud. (¿Por qué? ¿Qué necesidad hay, dado que ya he guardado los cambios? No se pregunta: cuando uno se enfrenta a una burocracia deja la lógica en la puerta y hace lo que le dicen.) En el email hay otro enlace. Lo pulso, pero resulta que no me lleva a la página para registrar: lo que hace es desactivar (sin pedir confirmación) el envío de más recordatorios. Pienso que es mejor registrar en seguida, antes de que se me olvide. En unos diez minutos de navegación frenética llego a la página correcta, con un botón que dice “Firma”. Lo pulso. No sucede nada. Pánico. Lo pulso otra vez. Nada. Lo pulso veinte veces como un obseso. Nada. Bebo un vaso de agua, respiro hondo, visualizo mi quiet place, digo seis veces “om”, y recupero bastante compostura como para darme cuenta que en un rincón poco visible del navegador hay un pequeñísimo mensaje que dice “error in the page”. Mi dominio perfecto del inglés me permite deducir que hay un error en la página (¿en qué página? Misterio. En la presente, claramente no: la veo perfectamente).

Cuando paso el cursor por encima del mensaje, este no cambia transformándose en una manita, pero intentando la secuencia clic, doble-clic, triple-clic, serie-desesperada-de-clic, consigo abrir una ventana. Allí, redactado en un dialecto tan friqui que no lo entienden ni en los cafés de Palo Alto, está un mensaje de error. Dudo que un usuario cualquiera hubiera conseguido entender algo, pero sé bastante de informática como para entender que había un error en el “certificado” (¿de nacimiento? ¿de matrimonio? No puedo ni pensar lo que habría imaginado de no ser informático).

Buscando un poco más en las páginas e interpretando oportunamente algunos acrónimos y siglas, consigo entender que hay un problema con mi firma electrónica. Pues, claro que hay un problema: ¡no la tengo! (y ahora que he visto cómo funcionan las páginas que la usan, ni se me ocurre conseguirla). Pero... benditos hombre necios que programáis, a la web sin razón, ¿no me podíais avisar desde el principio que iba a necesitar la firma electrónica y que la página se iba a plantar si no la tenía? ¿Por qué estos siempre asumen que si ellos saben algo, todo el mundo tiene que saber lo mismo? ¿Si yo supera todo lo que saben los técnicos del ministerio, para que los necesitaría?

El resultado de mi pequeña aventura, a parte tener que ir al registro para registrar mi solicitud en papel, ha consistido en un par de consideraciones.

La primera es la pésima calidad de los sistemas informáticos basados en la red. Principios de diseño “user friendly” descubiertos hace décadas parecen haber desaparecido, y hay programas escritos hace 30 años para pantallas monocolor no-gráficas que son más intuitivos y más fáciles que usar que las últimas creaciones con millones de colores y ventanas sobre ventanas. Alguien debería recordar a los diseñadores que la tecnología ha cambiado, pero las personas no: seguimos teniendo las mismas intuiciones.

Como programador y enseñante de programación, esta situación me ofende profundamente.

La segunda observación es que, hasta que la calidad de los programas mejore considerablemente, limitaré cuanto pueda el uso de la red para asuntos importantes, e intentaré usar sólo sistemas que adopten la simplicidad como criterio: páginas de reservas de hotel y compra de billetes donde no sea necesario registrarse, servicios que tengan una buena interfaz, que tengan mensajes de error que me digan lo que me está pasando a mi, y no lo que le está pasando al sistema, etc. Evitaré en la medida de lo posible sitios que me pidan registrarme y crear una cuenta (a menos que no exista una clara necesidad--un servicio de email o un banco, por ejemplo).

No sé cuánto esto podrá durar. Las hordas informátizantes son tan rápidas que no nos dan tiempo para crear una cultura de la buena programación y del buen diseño, y temo que en un futuro próximo más y más servicios esenciales serán cubiertos programas de dudosa calidad.

Mientras tanto, sólo mi estilográfica es digna de hacer mi firma, sólo el papel de recibirla.

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