Thursday 20 January 2022

La falacia de "vacunarme es una elección personal y libre"

La armada de los antivacunas se compone de una pletora de componentes. Al nivel más bajo (desde el punto de vista de la racionalidad) encontramos los negacionistas puros, los que niegan que la covid exista, que sostienen que el número de muertos en 2020 y 2021 ha sido por debajo de la media histórica y que es toda una invención del gobierno, o de la UE, de la OMS, de la ONU, del FMI o de cualquier otra sigla (¿del GPS? ¿de la RAM?). Se trata de las mismas personas que sostienen que Elvis vive, que la CIA (¡la CIA! otra sigla sospechosa de haber inventado la covid) mató a Marilyn Monroe, o que el 11-S no había judíos en las torres gemelas. Es imposible tener la parvenza de una conversación racional con ellos, y no vale la pena intentarlo. Seguimos el consejo que Virgilio da a Dante Alighieri: "non ragioniam di lor, ma guarda e passa".

Luego hay la flotilla de los que aceptan la existencia de la covid pero rechazan la vacunación. Muchos consideran que la vacuna no funciona, que no se ha probado y que "Big Pharma" quiere usarnos como cobayas por su producto defectuoso. Creo que muchos aquí extienden indebidamente una crítica (que considero razonable y bien fundada) a las prácticas comerciales de las grandes farmacéuticas con una critica a la calidad de sus productos y a los protocolos que se han usado para validarlos. Lo único que puedo comentar a estas personas es que les deseo de todo corazón que no tengan nunca una enfermedad grave, dado que, siguiendo sus criterios, deberían rechazar los medicamentos creados por la misma "Big Pharma" y validado usando los mismos protocolos. Afortunadamente estas personas no han salido con la suya en el pasado, si no tendríamos todavía epidemias de viruela o de polio.

La parte más interesante de la armada antivacuna son las personas que no niegan la vacuna, pero consideran que vacunarse es una decisión personal, que es una cuestión de libertad personal y que por tanto no debería haber presión ni, mucho menos, obligación de vacunarse, en cuanto esto sería una limitación intolerable de su libertad a disponer de su cuerpo. Muchas de estas personas aceptan la idea que la vacuna reduce de mucho su probabilidad de acabar en el hospital, pero afirman que se trata de un riesgo personal que ellos están dispuesto a asumir. Dado que ellos son los que se enfermarán por falta de vacuna, su libertad no puede ser limitada.

Creo que el argumento puede ser válido para enfermedades no contagiosas y fuera de una situación de pandemia pero que en este caso falla en dos aspectos, uno estrictamente epidemiológico y el otro de logística hospitalaria. Los consideraré uno a la vez y luego consideraré si los principios que se han aplicado hasta ahora sobre limitaciones de la libertad personal son aplicables en este caso.

Consideremos primero la situación epidemiológica. El parámetro fundamental para determinar la evolución de una epidemia es el llamado $R_0$: el número medio de personas que un infectado contagia durante el periodo de tiempo en que es contagioso. Este parámetro es importante porque el número de nuevos infectados en un momento dado después del comienzo de la pandemia, $N(t)$ es

\[ N(t) = C e^{(R_0-1)t} \]

Si $R_0>1$ este número crece exponencialmente, mientras si $R_0<1$ este número se reduce también exponencialmente. Consideremos un ejemplo en que $R_0$ empieza con un valor bajo (digamos, $0.5$) crece hasta un valor mayor de $1$ (digamos $1.5$), queda en este valor durante $20$ días y luego vuelve a su valor inicial, como en el esquema siguiente

El número de contagiado en un momento dado depende de $R_0$ y crece muy rápidamente con el valor máximo de $R_0$. En la figura siguiente vemos la variación de la curva de contagiado si $R_0$ varia como en la figura anterior pero en un caso su valor máximo es $1.1$ mientras en el otro es $1.2$.

El pico de contagio crece muy rápidamente con el pico de $R_0$, un cambio de $0.05$ en el valor máximo de $R_0$ supone un cambio enorme en la curva de contagios, tanto que la curva más baja casi no se ve. La siguiente figura muestra, en un diagrama logarítmico, el valor de ese pico como función del valor máximo de $R_0$

La variación es representada por una línea recta en el diagrama logarítmico, lo que implica que se trata de una variación exponencial: aumentar $R_0$ en una décima multiplica el número de contagiados. En este caso se trata, claramente de valores teóricos: con una $R_0$ de tan sólo $1.5$ el número de contagiado supera con creces el número de habitantes de la tierra. Claramente, en una epidemia entrarían en juego más factores antes de poder llegar a este número (por ejemplo, a medida que la gente se contagia, queda menos gente para contagiarse, lo que cambia la dinámica de la curva).

Está claro que una variación en este parámetro tiene un impacto sustancial en toda la población: con el número de contagios aumenta el número de hospitalizados, el número de personas con covid permanente o efectos graves en el largo plazo y el número de fallecido. ¿Qué parámetros influye en este parámetro? Simplificando mucho las cosas, podemos escribir la siguiente ecuación:

\[ R_0 = \beta \times \Delta T \times N \]

Donde $\beta$ es la probabilidad que el contacto con una persona infectada resulte en un contagio, $\Delta{T}$ es la duración media de la infección contagiosa en una persona, y $N$ es el número medio de personas con que uno entra en contacto por unidad de tiempo. A la vez podemos escribir

\[ \beta = F \cdot c \cdot \tau \cdot s \]

Donde $c$ es la carga viral de la persona contagiada, $\tau$ es el porcentaje de carga viral que puede pasar del contagiado al no contagiado, $s$ es la susceptibilidad de la persona que potencialmente se contagia, y $F$ es na constante de normalización.

Las medidas de distanciamiento social reducen $R_0$ esencialmente reduciendo $N$: hacen que nos crucemos con menos personas por unidad de tiempo. La mascarilla reduce $\tau$, en cuanto limita la transmisión del virus de una persona contagiada a otra persona.

La vacuna opera sobre varios factores. Desde el lado de la persona vacunada contagiada, reduce $c$ (la carga viral) y $\Delta{T}$, en cuanto una persona vacunada, mediamente, tiene un periodo de contagio menor. Desde el punto de vista de la persona vacunada sana que entra en contacto con un contagiado, la vacuna reduce $s$, en cuanto es menos probable que el virus consiga infectar un contagiado.

Por tanto, desde el punto de vista epistemológico, no es correcto decir que la decisión de no vacunarse es una decisión personal que no tiene efecto sobre la salud de los demás. Al contrario, la vacuna, reduciendo el valor de $R_0$ limita las posibilidades de contagios para todos. Se trata de una decisión personal que tiene repercusiones en la salud de los demás.

A esto hay que añadir las consideraciones de logística hospitalaria. Incluso con la nueva variante y con la vacunación, existe una probabilidad (menor que en olas anteriores, pero no nula) que una persona necesite hospitalización, y esta probabilidad aumenta mucho con las personas no vacunada. De hecho, a pesar de que los no vacunados sean menos del 10% de la población adulta, constituyen la mayoría de los hospitalizados. En este caso también los que se oponen a la vacunación proponen el argumento de la elección personal: si se exponen al riesgo de hospitalización es un problema suyo que no tiene efecto sobre los demás.

Se trata, otra vez, de un principio que puede ser válido en condiciones normales, pero no lo es en una pandemia. En una pandemia como la de covid, los hospitales y sobre todo los centros de salud se colapsan, lo que implica quiere decir que no pueden atender otras patologías. Operaciones se ven retrasadas mientras las condiciones de los pacientes empeoras y el riesgo de efectos secundarios graves aumenta. Controles necesarios no se llevan a cabo por el colapso, y las condiciones de los pacientes empeoran. Puede que la decisión de no vacunarse cause más muertos y efectos secundarios permanentes entres los enfermos de otras patologías que entre los enfermos de covid.

A la base de la decisión de no vacunarse está, me parece, una falta de comprensión de las consecuencias globales de decisiones personales repetidas. Cada uno se repite que una persona no vacunada no cambia las cosas, pero cuando esta decisión se repite en miles o millones de individuos, las consecuencias pueden ser dramática.

Martin Gardner, en uno de sus artículos sobre juegos matemáticos (en particular, en su artículo sobre el dilema del prisionero) propone el concepto de "super-racionalidad". La idea es que si yo tomo una decisión que considero racionales, entonces los demás, siguiendo el mismo razonamiento, llegarán a la misma decisión. Por tanto, en una situación de racionalidad, debemos comportarnos como si nuestras decisiones personales racionales fueran tomada al mismo tiempo por todo el mundo (el razonamiento no se aplica, naturalmente, a decisiones que dependen de gustos individuales: su a una persona no le gusta el brécol, no es necesario que asuma que nadie comerá brécol). Se trata, al final, de la misma idea del imperativo categórico de Kant: "comportate de manera tal de poder desear que los principios de tu acción se transformen en máxima universal". En una situación como la que estamos viviendo, no existen decisiones personales que no influyen en los demás.

Esto nos lleva a la legitimidad del obligo de vacunas. ¿Es legítimo limitar la libertad de elección y obligar la gente a vacunarse? No quiero hablar aquí de la oportunidad de ese obligo (que en España, en la situación actual, es probablemente no necesario), sino de su legitimidad teórica.

Hay un principio bien establecido en los estados democrático: la libertad de una persona termina en el momento en que el ejercicio de su libertad puede o bien causar daño a otras personas o bien limitar la libertad de los demás. No tenemos la libertad de salir disparando por la calle, en cuanto se trata de un comportamiento peligroso; no tenemos la libertad de tirar basura tóxica a los ríos ni de conducir en el lado izquierdo de la carretera. Se trata de ejemplo un poco extremos, pero establecen un principio: no podemos hacer lo que nos da la gana si estas acciones constituyen un daño a los demás. Somos libres en nuestras elecciones personales, pero esta libertad se puede ver limitada en cuanto toca las relaciones interpersonales. Las consideraciones que hemos hecho hasta ahora demuestran, me parece, que en una situación de pandemia la decisión personal de no vacunarse crea una situación de riesgo para los demás. Es por tanto teóricamente posible aplicar el principio de la limitación de la libertad personal cuando constituye un daño para los demás.

Teóricamente posible, como he dicho. Que sea políticamente posible en la situación política actual de este país, o que sea incluso deseable dada la cantidad de vacunados, es otra cuestión.

Hay un dato preocupante. España es uno de los países con más vacunados del mundo si nos limitamos a las primeras dos dosis. Con la tercera dosis no vamos tan bien. No sé muy bien cuales son las razones de ese comportamiento (muy irracional) de los españoles, pero es posible que esto cambie las cosas y que incline la balanza hacia la necesidad de medidas más estrictas.

Tuesday 4 January 2022

La crisis de la ciencia II: de la iglesia a la economía

La idea de una ciencia pura, abstracta, completamente separada de los problemas de la vida práctica, de una ciencia que se mueve sólo empujada por su curiosidad y su coherencia interna, esta idea del positivismo más radical, es tan palesemente falsa que, probablemente, ni siquiera Auguste Comte, en sus momentos de lucidez, llegaba a creersela.

La ciencia es una actividad humana y por tanto, parafraseando a X, nada de lo que es humano le es ajeno. Desde sus inicios la ciencia ha sido condicionada por la situación social y política: la ciencia moderna empieza con el mecenazgo, los debates públicos y los debates de sobremesa en las cortes barrocas, y los argumentos que un filósofo de corte debería manejar eran sobre todo los que despertaban la curiosidad de las cortes, o eran argumentos de debate público. Tampoco los métodos de la ciencia han sido nunca completamente objetivos y racionales. Por un lado, a la base de la ciencia está una creencia para-racional, es decir, que el mundo es previsible y que con la razón lo podamos, por lo menos en parte, entender. No se trata de una creencia racional, en cuanto es la premisa para que se pueda aplicar la racionalidad al estudio del mundo. Al margen de esta cuestión epistemológica, desde el principio hemos tenido ejemplo de científicos que han usado métodos menos que éticos en favor de sus teorías, sin preocuparse mucho de su verdad.

Un par de ejemplos ayudarán a aclarar este punto. En el Siglo XVII Galileo, uno de los fundadores de la ciencia moderna, era profesor de Matemáticas en la universidad de Padua. Pero en esa época, para tener prestigio un intelectual necesitaba el título de filósofo, y un obscuro matemático y profesor universitario no tenía muchas posibilidades de conseguirlo. Por esto, cuando Galileo se enteró de la invención del telescopio, lo perfeccionó y lo apuntó hacia el cielo: la astronomía era un campo en que se podían hacer descubrimientos que llevarían al añorado título. Y por esto, en el momento en que descubrió los satélites de Jupiter, los llamó siderea medicea, una dedicación a los Medicis que le ganó el título de filósofo de corte. Su carrera estaba hecha.

Galileo también estudió el problema de la flotabilidad de los cuerpos, e hipotizó que la flotabilidad depende sólo de la densidad de un cuerpo. El filósofo Delle Colombe pensaba, siguiendo Aristóteles, que la forma tenía algo que ver. Por esto propuso un experimento: si tomamos una hoja de ébano, hacemos una bolita y la tiramos al agua, esta se hunde. Pero si dejamos la hoja abierta y la posamos en el agua, esta flota. Por tanto, la forma influye en la flotabilidad. Hoy sabemos que Galileo tenía razón, y que la hoja flota por la tensión superficial del agua, pero en la época de Galileo esto no se sabía, y el experimento era perfectamente válido. Pero Galileo, en lugar de proponer otra interpretación u otro experimento (por ejemplo: poniendo la hoja un centímetro debajo del agua en lugar que en la superficie, se puede ver que esta también se hunde), usó su posición a corte y el poder de su mecenas Cosme II para atacar la credibilidad del filósofo, excluirlo del debate y con esto ganó la partida.

Que la ciencia no sea la empresa abstracta y ajena a las preocupaciones terrenales que Comte creía no implica que las presiones que ha recibido siempre hayan sido iguales. Tras un periodo inicial (de que volveremos a hablar) hasta la mitad del Siglo XIX, la ciencia fue una actividad para ricos aristócratas que no dependían de ella para vivir y que por tanto podían dedicarse más o menos a lo que querían. El mecenazgo también apuntaba más al prestigio que la ciencia podía proporcionar independientemente del tema tratado que a temas específicos, lo que proporcionó una cierta libertad al pensamiento científico. Esto no quiere decir que los científicos no tuvieran que implicarse en asuntos más prácticos: el mismo Galileo se ganó el sueldo como filosofo de corte creando dispositivos como el compás Militar, o haciendo cálculo de estabilidad como el que hizo para el monumento ecuestre de Felipe IV que se encuentra hoy en la Plaza de Oriente de Madrid.

Hacia la mitad del Siglo XIX la ciencia se institucionalizó y pasó a formar parte del mundo académico, gracias sobre todo a la reforma de la universidad alemana llevada a cabo por Humboldt y pronto imitada por casi todos los países europeos. Si esto ponía la ciencia bajo la influencia del estado (por lo menos en cuanto entidad que financiaba la investigación), esta influencia fue limitada por el carácter internacional de la ciencia, por lo menos hasta el estallar de la primera guerra mundial. Tras esta y, sobre todo, tras la segunda guerra mundial, asistimos a una creciente militarización de la ciencia y, también, a un cambio de énfasis de la ciencia a la tecnología, que prometía resultados de interés para los militares en tiempo más breve. A pesar de esto, las agencias civiles siguieron financiando la investigación de base, con la idea de que esta era necesaria para el desarrollo a largo plazo.

En los últimos 30 años, la financiación de la ciencia ha sido principalmente privada y con ella ha llegado la idea que la investigación pública puede ser aprovechada por entidades privadas. La comercialización de la investigación empieza al alba del poder neoliberal: el Bayh-Dole act, y el Stevenson-Wylder Technology innovation act, de 1980, permiten a las universidades apropiarse y vender en el mercado privado los resultados de las investigaciones que se han financiado con dinero público. Se trata de un momento clave, el momento en que la academia cambia su función de organismo al servicio de la cultura pública para transformarse en un gestor de investigación que sigue el modelo de la empresa privada.

Esta situación nos devuelve, de alguna manera, a los albores de la ciencia. En el Siglo XVII el mayor obstáculo a la libertad científica era de carácter ideológico: la Iglesia, que en ese momento tenía el dominio cultural y social, no podía tolerar nada que estuviera en contra de su ideología. Había una clara jerarquía: las escrituras (o su interpretación por parte de las iglesias) eran la verdad, y todo lo que iba en su contra debía ser perseguido. La ciencia tardó unos 100 años para liberarse de ese jugo en los países protestantes (después de Newton, en la Europa protestante, ya casi no hubo conflictos entre Iglesia y ciencia y cuando los hubo, como fue el caso del Darwinismo, el poder de las iglesias protestantes no era suficiente como para presentar un serio peligro para la ciencia). En los países católicos las cosas fueron más difíciles: la Iglesia Católica siguió viendo la ciencia, la industria y hasta la burguesía como productos protestantes y por tanto casi-heréticos. Fue sólo a finales del Siglo XIX, con la encíclica Rerum Novarum que las cosas empezaron, muy lentamente, a cambiar.

Hoy en día la situación se repite con un Dios diferente: la economía. Los medios, afortunadamente, han cambiado: ya no se hacen auto da fe con los científicos que no se conforman con la ortodoxia dominante, es suficiente denegarles los fondos. Así como la Iglesia en el Siglo XVII, la economía tiene una ideología y tiene el control político, y así como la Iglesia, no tolera ninguna organización que se salga de su esquema ideológico. El neoliberalismo no es sólo una doctrina de libre mercado y de dominación de la economía sobre la política, es una doctrina cultural que considera el modelo industrial como el único válido, un modelo a que todo tiene que conformarse (1). Locuciones hoy muy comunes tales como "ciencia y tecnología" (que une dos ámbitos culturales que poco tienen que ver el uno con el otro) revelan el nuevo papel que la economía ha asignado a la ciencia. El objetivo es producir resultados de inmediato interés industrial, a detrimento de estudios más significativos pero sin inmediato interés para la industria. Los resultados, es previsible, serán desastrosos ya sea desde el punto de vista cultural que, en el futuro, desde el punto de vista industrial. Si el modelo de investigación que se propone hoy hubiera estado en vigor en los siglos pasados, hoy no tendríamos ni electricidad, ni radio, ni circuitos integrados.

La organización del trabajo científico ha cambiado, imponiendo la lógica del retorno de inversión (ROI: return on investment) que penaliza la ciencia abstracta y el trabajo independiente frente a la ciencia aplicada y a los grandes proyectos planificados. Se intenta eliminar el factor de riesgo de la ciencia, eliminando con esto su vitalidad, lo que lleva Philippe Büttgen y Barbara Cassin a declarar que "la excelencia está matando la ciencia" (L'excellence, ce faux ami de la science, Liberation, 2 diciembre 2010). "La excelencia es el nombre de una perogrullada enorme y de un desastre científico. Unos cuantos buenos laboratorios, incluso excelentes, se han destrozado, han disuelto sus grupos de trabajos, cambiado su programa, excluido a unos investigadores y despedido a otros nada más que para entrar en el grupo de los «laboratorios de excelencia», un título sin fundamento científico, pero que resulta clave para conseguir financiación. Por el título atractivo de «centro de excelencia», las universidades se agrupan en monstruos de ineficacia que nada tienen que envidiar a los antiguos enchufes. Los proyectos que se proponen tienen la gracia de un diccionario de ideas recibidas, se habla de nanotecnologías y de los desafíos del futuro, palabras que gustan mucho a los vicedirectores ministeriales". Once años después, sólo cambiaría una palabra en este texto: hoy, para recibir financiación, en lugar de nanotecnologías hay que hablar de inteligencia artificial.

Gracias a la excelencia, la banalidad de los proyectos aumenta, los proyectos a riesgo disminuyen, y la diversidad entre las universidades desaparece: todo el mundo tiene que trabajar en lo mismo, porque sólo el conformismo será financiado. Cuatro siglos después de liberarse del jugo de la religión, la ciencia ha vuelto al punto de salida bajo el jugo de la nueva religión: el mercado. El mercado decide qué investigación se lleva a cabo y que no, casi siempre basándose en criterios de rentabilidad a corto plazo o, simplemente, de moda. La “big science”, la ciencia que se desarrolla con gr andes medios y, muy a menudo, pequeñas ideas, es un aspecto fundamental de este control. Grandes grupos que necesitan millones y grandes instalaciones harán ciencia más “segura” y “aplicada” que pequeños grupos que pueden asumir más riesgos. Asumir riesgos, por otro lado, se hace siempre más difícil: los sistemas de recompensa académicos se parecen cada vez más a los industriales, y no fomentan la ciencia “arriesgada” que es la que da los mejores resultados en el largo plazo. Hemos llegado al absurdo que los académicos son evaluados también por “transferencia tecnológica”. 

Las universidades se están gestionando cada vez más con criterios industriales, olvidando que gestionar una universidad con criterios industriales tiene tan poco sentido como gestionar una industria con criterios académicos.

Lo que la Iglesia no había conseguido con sus auto-da-fe lo está consiguiendo el mercado con su hegemonía: domesticar la ciencia y doblarla a sus necesidades.

 

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