Tuesday 4 January 2022

La crisis de la ciencia II: de la iglesia a la economía

La idea de una ciencia pura, abstracta, completamente separada de los problemas de la vida práctica, de una ciencia que se mueve sólo empujada por su curiosidad y su coherencia interna, esta idea del positivismo más radical, es tan palesemente falsa que, probablemente, ni siquiera Auguste Comte, en sus momentos de lucidez, llegaba a creersela.

La ciencia es una actividad humana y por tanto, parafraseando a X, nada de lo que es humano le es ajeno. Desde sus inicios la ciencia ha sido condicionada por la situación social y política: la ciencia moderna empieza con el mecenazgo, los debates públicos y los debates de sobremesa en las cortes barrocas, y los argumentos que un filósofo de corte debería manejar eran sobre todo los que despertaban la curiosidad de las cortes, o eran argumentos de debate público. Tampoco los métodos de la ciencia han sido nunca completamente objetivos y racionales. Por un lado, a la base de la ciencia está una creencia para-racional, es decir, que el mundo es previsible y que con la razón lo podamos, por lo menos en parte, entender. No se trata de una creencia racional, en cuanto es la premisa para que se pueda aplicar la racionalidad al estudio del mundo. Al margen de esta cuestión epistemológica, desde el principio hemos tenido ejemplo de científicos que han usado métodos menos que éticos en favor de sus teorías, sin preocuparse mucho de su verdad.

Un par de ejemplos ayudarán a aclarar este punto. En el Siglo XVII Galileo, uno de los fundadores de la ciencia moderna, era profesor de Matemáticas en la universidad de Padua. Pero en esa época, para tener prestigio un intelectual necesitaba el título de filósofo, y un obscuro matemático y profesor universitario no tenía muchas posibilidades de conseguirlo. Por esto, cuando Galileo se enteró de la invención del telescopio, lo perfeccionó y lo apuntó hacia el cielo: la astronomía era un campo en que se podían hacer descubrimientos que llevarían al añorado título. Y por esto, en el momento en que descubrió los satélites de Jupiter, los llamó siderea medicea, una dedicación a los Medicis que le ganó el título de filósofo de corte. Su carrera estaba hecha.

Galileo también estudió el problema de la flotabilidad de los cuerpos, e hipotizó que la flotabilidad depende sólo de la densidad de un cuerpo. El filósofo Delle Colombe pensaba, siguiendo Aristóteles, que la forma tenía algo que ver. Por esto propuso un experimento: si tomamos una hoja de ébano, hacemos una bolita y la tiramos al agua, esta se hunde. Pero si dejamos la hoja abierta y la posamos en el agua, esta flota. Por tanto, la forma influye en la flotabilidad. Hoy sabemos que Galileo tenía razón, y que la hoja flota por la tensión superficial del agua, pero en la época de Galileo esto no se sabía, y el experimento era perfectamente válido. Pero Galileo, en lugar de proponer otra interpretación u otro experimento (por ejemplo: poniendo la hoja un centímetro debajo del agua en lugar que en la superficie, se puede ver que esta también se hunde), usó su posición a corte y el poder de su mecenas Cosme II para atacar la credibilidad del filósofo, excluirlo del debate y con esto ganó la partida.

Que la ciencia no sea la empresa abstracta y ajena a las preocupaciones terrenales que Comte creía no implica que las presiones que ha recibido siempre hayan sido iguales. Tras un periodo inicial (de que volveremos a hablar) hasta la mitad del Siglo XIX, la ciencia fue una actividad para ricos aristócratas que no dependían de ella para vivir y que por tanto podían dedicarse más o menos a lo que querían. El mecenazgo también apuntaba más al prestigio que la ciencia podía proporcionar independientemente del tema tratado que a temas específicos, lo que proporcionó una cierta libertad al pensamiento científico. Esto no quiere decir que los científicos no tuvieran que implicarse en asuntos más prácticos: el mismo Galileo se ganó el sueldo como filosofo de corte creando dispositivos como el compás Militar, o haciendo cálculo de estabilidad como el que hizo para el monumento ecuestre de Felipe IV que se encuentra hoy en la Plaza de Oriente de Madrid.

Hacia la mitad del Siglo XIX la ciencia se institucionalizó y pasó a formar parte del mundo académico, gracias sobre todo a la reforma de la universidad alemana llevada a cabo por Humboldt y pronto imitada por casi todos los países europeos. Si esto ponía la ciencia bajo la influencia del estado (por lo menos en cuanto entidad que financiaba la investigación), esta influencia fue limitada por el carácter internacional de la ciencia, por lo menos hasta el estallar de la primera guerra mundial. Tras esta y, sobre todo, tras la segunda guerra mundial, asistimos a una creciente militarización de la ciencia y, también, a un cambio de énfasis de la ciencia a la tecnología, que prometía resultados de interés para los militares en tiempo más breve. A pesar de esto, las agencias civiles siguieron financiando la investigación de base, con la idea de que esta era necesaria para el desarrollo a largo plazo.

En los últimos 30 años, la financiación de la ciencia ha sido principalmente privada y con ella ha llegado la idea que la investigación pública puede ser aprovechada por entidades privadas. La comercialización de la investigación empieza al alba del poder neoliberal: el Bayh-Dole act, y el Stevenson-Wylder Technology innovation act, de 1980, permiten a las universidades apropiarse y vender en el mercado privado los resultados de las investigaciones que se han financiado con dinero público. Se trata de un momento clave, el momento en que la academia cambia su función de organismo al servicio de la cultura pública para transformarse en un gestor de investigación que sigue el modelo de la empresa privada.

Esta situación nos devuelve, de alguna manera, a los albores de la ciencia. En el Siglo XVII el mayor obstáculo a la libertad científica era de carácter ideológico: la Iglesia, que en ese momento tenía el dominio cultural y social, no podía tolerar nada que estuviera en contra de su ideología. Había una clara jerarquía: las escrituras (o su interpretación por parte de las iglesias) eran la verdad, y todo lo que iba en su contra debía ser perseguido. La ciencia tardó unos 100 años para liberarse de ese jugo en los países protestantes (después de Newton, en la Europa protestante, ya casi no hubo conflictos entre Iglesia y ciencia y cuando los hubo, como fue el caso del Darwinismo, el poder de las iglesias protestantes no era suficiente como para presentar un serio peligro para la ciencia). En los países católicos las cosas fueron más difíciles: la Iglesia Católica siguió viendo la ciencia, la industria y hasta la burguesía como productos protestantes y por tanto casi-heréticos. Fue sólo a finales del Siglo XIX, con la encíclica Rerum Novarum que las cosas empezaron, muy lentamente, a cambiar.

Hoy en día la situación se repite con un Dios diferente: la economía. Los medios, afortunadamente, han cambiado: ya no se hacen auto da fe con los científicos que no se conforman con la ortodoxia dominante, es suficiente denegarles los fondos. Así como la Iglesia en el Siglo XVII, la economía tiene una ideología y tiene el control político, y así como la Iglesia, no tolera ninguna organización que se salga de su esquema ideológico. El neoliberalismo no es sólo una doctrina de libre mercado y de dominación de la economía sobre la política, es una doctrina cultural que considera el modelo industrial como el único válido, un modelo a que todo tiene que conformarse (1). Locuciones hoy muy comunes tales como "ciencia y tecnología" (que une dos ámbitos culturales que poco tienen que ver el uno con el otro) revelan el nuevo papel que la economía ha asignado a la ciencia. El objetivo es producir resultados de inmediato interés industrial, a detrimento de estudios más significativos pero sin inmediato interés para la industria. Los resultados, es previsible, serán desastrosos ya sea desde el punto de vista cultural que, en el futuro, desde el punto de vista industrial. Si el modelo de investigación que se propone hoy hubiera estado en vigor en los siglos pasados, hoy no tendríamos ni electricidad, ni radio, ni circuitos integrados.

La organización del trabajo científico ha cambiado, imponiendo la lógica del retorno de inversión (ROI: return on investment) que penaliza la ciencia abstracta y el trabajo independiente frente a la ciencia aplicada y a los grandes proyectos planificados. Se intenta eliminar el factor de riesgo de la ciencia, eliminando con esto su vitalidad, lo que lleva Philippe Büttgen y Barbara Cassin a declarar que "la excelencia está matando la ciencia" (L'excellence, ce faux ami de la science, Liberation, 2 diciembre 2010). "La excelencia es el nombre de una perogrullada enorme y de un desastre científico. Unos cuantos buenos laboratorios, incluso excelentes, se han destrozado, han disuelto sus grupos de trabajos, cambiado su programa, excluido a unos investigadores y despedido a otros nada más que para entrar en el grupo de los «laboratorios de excelencia», un título sin fundamento científico, pero que resulta clave para conseguir financiación. Por el título atractivo de «centro de excelencia», las universidades se agrupan en monstruos de ineficacia que nada tienen que envidiar a los antiguos enchufes. Los proyectos que se proponen tienen la gracia de un diccionario de ideas recibidas, se habla de nanotecnologías y de los desafíos del futuro, palabras que gustan mucho a los vicedirectores ministeriales". Once años después, sólo cambiaría una palabra en este texto: hoy, para recibir financiación, en lugar de nanotecnologías hay que hablar de inteligencia artificial.

Gracias a la excelencia, la banalidad de los proyectos aumenta, los proyectos a riesgo disminuyen, y la diversidad entre las universidades desaparece: todo el mundo tiene que trabajar en lo mismo, porque sólo el conformismo será financiado. Cuatro siglos después de liberarse del jugo de la religión, la ciencia ha vuelto al punto de salida bajo el jugo de la nueva religión: el mercado. El mercado decide qué investigación se lleva a cabo y que no, casi siempre basándose en criterios de rentabilidad a corto plazo o, simplemente, de moda. La “big science”, la ciencia que se desarrolla con gr andes medios y, muy a menudo, pequeñas ideas, es un aspecto fundamental de este control. Grandes grupos que necesitan millones y grandes instalaciones harán ciencia más “segura” y “aplicada” que pequeños grupos que pueden asumir más riesgos. Asumir riesgos, por otro lado, se hace siempre más difícil: los sistemas de recompensa académicos se parecen cada vez más a los industriales, y no fomentan la ciencia “arriesgada” que es la que da los mejores resultados en el largo plazo. Hemos llegado al absurdo que los académicos son evaluados también por “transferencia tecnológica”. 

Las universidades se están gestionando cada vez más con criterios industriales, olvidando que gestionar una universidad con criterios industriales tiene tan poco sentido como gestionar una industria con criterios académicos.

Lo que la Iglesia no había conseguido con sus auto-da-fe lo está consiguiendo el mercado con su hegemonía: domesticar la ciencia y doblarla a sus necesidades.

 

(1) Las consecuencias son a veces absurdas. He visto publicidades (en EE.UU.) del servicios de búsqueda de pareja "It's Just Lunch", que hace hincapié en la idea de rentabilidad. Buscar un compañero/a de vida se describe en los mismos términos en que se describen los negocios. En una publicidad incluso se recurría a un paralelo: las empresas subcontratan las actividades que no son esenciales para el negocio sea más rentable. ¿Por qué no hacer lo mismo y subcontratar la búsqueda de tu pareja? La idea que buscar una persona con quien compartir la vida no es lo mismo que contratar la limpieza de las oficina a una empresa externa no parece habersele ocurrido a este servicio.

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