Thursday 21 June 2012

La universidad y la industria


Él 17 de Junio el periódico “El País” publicó un artículo titulado “Los informáticos no entienden de paro”. Representantes de las empresas declaraban que tenían ofertas de trabajo que no conseguían cubrir. Como causas apuntaban, por un lado a causas demográficas y, por el otro, a faltas de la universidad: “Existe un problema grave y es que la universidad sigue demasiado centrada en la investigación. Algo falla cuando la prioridad de un profesor es publicar un estudio académico en lugar de entrar en contacto con empresas”.
También se comparaba la situación de la universidad española con la de las universidades Americanas: “En muchos centros técnicos de EE UU, del MIT al Georgia Institute of Technology, renuevan las asignaturas cada seis meses, lanzan nuevos cursos cada año, fomentan la creatividad y colaboran con las empresas. Es un ambiente vivo, en constante cambio.”
A raíz de este artículo, escribí una carta al director de “El País”. La probabilidad de que esta carta llegue a publicarse son escasa, por tanto, para los interesados, la reproduzco aquí.

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Estimado director,
el artículo Los informáticos no entienden de paro (El país, 17 Junio 2012) es interesante, pero presenta el problema de las relaciones entre academia e industria desde un solo punto de vista: el de la industria. Quisiera proponer aquí cinco puntos, personales, que pero podrían tener cierto interés, en cuanto representan un punto de vista académico.

Primero: la universidad y la industria son dos organizaciones distintas, con estructura, objetivos y papeles sociales diferentes. La industria está para ganar dinero, la universidad para educar. Se trata de dos papeles sociales útiles y, en principio, ninguno merece más respecto que el otro, pero olvidando su diferencia fundamental no ayudamos ni a la industria ni a la universidad. Las dos proposiciones  “la industria debe funcionar según criterios académicos” y “la universidad debe funcionar según criterios industriales” carecen igualmente de sentido, pero la segunda es impuesta cada día más como una verdad evidente e indiscutible.

Segundo: cada persona u organización mira al futuro antes de tomar decisiones importantes.  La distancia en el futuro de este “horizonte temporal” es una característica del tipo de organización. Las empresas de alta tecnología tienen un horizonte temporal de unos dos años; la universidad tiene como horizonte temporal la duración de la vida intelectual activa de los estudiantes: unos cincuenta años. (La formación continua a lo largo de la vida no cambia este horizonte temporal, ya que nunca más una persona tendrá cuatro años dedicado únicamente a su educación superior: en estos cuatro años hay que construir fundamentos.) Con horizontes tan diferentes, es normal que la universidad y la industria tengan problemas para entenderse. Lo absurdo sería pedir que no los tuvieran, y lo más absurdo que la universidad tenga que adaptarse a un horizonte temporal que no es el suyo.

Tercero: se nos propone muchas veces como ejemplo la universidad americana, pero no se habla casi nunca del papel de la industria americana, un papel sin que la universidad americana no podría existir. La industria tecnológica americana, basada en el capital de riesgo, dispone de recursos invierte en educación y en investigación básica, y una cultura industrial que la impulsa a hacerlo. La industria americana dona dinero a la universidad sin objetivos directos, simplemente para crear un ambiente en que se produzcan personas preparada, y para fomentar la investigación básica--el laboratorio en que trabajaba en UCSD recibía cada año alrededor de 50.000 dólares en donativos sin obligaciones: dinero que podíamos gastar como queríamos. La industria española no ha demostrado ser capaz, cultura y económicamente, de este tipo de financiación masiva y sin retorno inmediato. (Se trata de una industria muy rígida, y el artículo de El País proporciona una prueba indirecta: las empresas se quejan de que no consiguen bastante ingenieros, pero no se le ocurre, para conseguirlos, ni la solución capitalista: ofrecer sueldos mejores, premios, trabajos m\'as interesantes, ofrecer becas o financiación a la investigación para conseguir personas más preparadas. La industria española no reconoce ni siquiera la preparación que supone un doctorado.)  Sin un entorno económico-industrial adecuado, hablar de modelo americano es un espejismo o, peor, un engaño con el único objetivo de eliminar la financiación pública a la universidad.

Cuarto: En realidad, en España, donde la industria de alta tecnología prácticamente no existe, la universidad debería contribuir a crearla. Pedir a las escuelas técnicas de la universidad, que se pongan al servicio de la industria así como está es pedirles que baje su calidad.  Lo que hay que pedirles es que contribuyan a crear una industria de alta tecnología. Es lo que hizo la universidad de Stanford en los años '30, y el resultado es lo que hoy conocemos como Silicon  Valley. Stanford lo consiguió  a través del capital de riesgo. Dada la cultura económica de España, aquí esto se podrá conseguir sólo con financiación pública.

Quinto: es cierto que la universidad española es incapaz de renovarse. Es cierto que en el MIT cada año se ofrecen nuevas asignaturas, y cada profesor tiene el poder de inventarse una, mientras que en España todo tiene que pasar por el filtro (lento y de muy baja calidad) del ministerio y de la ANECA. Se trata de un problema real, un problema que, lamentablemente, se ha ido acentuando en los últimos años con la llamada “reforma de Bolonia”. Los márgenes de autonomía de los docentes, ya muy limitados, se han restringido. El ministerio está poniendo una camisa de fuerza a la universidad y, lamentablemente, hay muchos en la universidad que se encuentran muy bien en ella (una camisa de fuerza elimina la responsabilidad del docente, la libertad de cátedra la acentúa)  Se trata, en el fondo, de un problema cultural. En EE.UU. la situación normal es que cada docente haga lo que quiera, y la normativa es un mal necesario que se crea sólo allí donde esta libertad podría crear problemas. En España la normativa es la situación normal, y hay que crearse pequeños espacios de autonomía dentro de la jaula normativa. No se puede pedir a la universidad la flexibilidad del MIT y al mismo tiempo atarla con normas rígidas; hay que ser coherentes.

Cuando se presentan argumentos de este tipo, la reacción normal es que se reconozca su validez pero se añada: tienes razón, pero la situación es lo que es. Las cosas han cambiado y ahora hay que adecuarse. Se trata del argumento, conocido y pernicioso, del final de la historia. Las cosas han cambiado, pero ya no van a cambiar porque la historia se ha acabado. Hemos llegado al final. Sin la tesis del final de la historia no se entendería porque los mismos que reconocen que un cambio muy profundo ha ocurrido deberían sostener que ya no se va a producir ningún cambio más, que desde hoy todo va a quedar igual.
Pero las noticias de la muerte de la historia podrían ser un tanto exageradas. Como nos recuerda Alain Badiou en su último libro, la historia ha dormido durante treinta años, pero parece que se está despertando.

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