Thursday 6 August 2020

Desde la valla

El otro día me levanté temprano. Me hice un buen desayuno con queso manchego y jamón ibérico (confesaré que en éste campo prefiero la contribución española), salí de casa sin lavar los platos, y marché de prisa hacia el sur. Pasé las últimas casas de la ciudad cuando la gente aún dormía y en un rato llegué a una parte desierta y aislada de la frontera. Era todavía muy temprano y no había nadie, entonces me senté y empecé a pensarlo. Me detuve un buen rato (varias horas, creo) sin que sucediera nada, pero yo seguí pensándolo y, por fin, de tanto pensarlo, un trozo de la valla de frontera desapareció, se volatilizó en el aire como si nunca hubiera existido, llevándose consigo su miedo y hasta su recuerdo. Entonces pude verlo todo.

En una calle de Tijuana vi a una mujer joven, casi una niña, de quizás catorce o quince años, que andaba sola y triste regresando a su casa, con la cara arañada y un ojo negro. Había pasado la noche con un Americano borracho que, al despertarse sobrio, quiso pagarle solo la mitad de lo que había prometido y al protestar le pegó. Mientras que andaba me vio y paró un rato para mirarme y sonreírme con una sonrisa triste y gris.

Más allá vi a la muchedumbre inagotable de la Ciudad de México, caras y caras que se tocaban con solo parpadear, ojos que se miraban tan de cerca que no alcanzaban a verse, brazos que se abrían el camino entre brazos que se abrían el camino. Vi la plaza más bella del mundo, con una multitud de personas que cantaban con el puño levantado. Mientras que cantaban me vieron y, sin parar, dieron la vuelta hacía mi, como deseando que me uniera a su canto.

Vi a dos mujeres en Guatemala que dejaban un pueblo pequeño con sus mercancías, yendo a venderlas al mercado de la ciudad. Estaban sentadas al lado de una carretera, esperando el camión, con trajes de lana de mil colores, y dos sacos grandes hechos de sábanas azules. Hablaban y reían, no sé de qué, y cuando reían toda la cara se les movía, como si cada parte de ellas quisiera participar de la risa. Me vieron y, tapandose la boca con una mano y escondiendo tímidamente la risa, levantaron la otra mano para saludarme.

En el Amazonas una mujer estaba sentada en la selva. Miraba las máquinas que, metro a metro, la destruían para plantar los bananos de una compañía del norte. Trozo a trozo veía el mundo donde había nacido y donde siempre había vivido desaparecer, y no entendía el porqué. Al verla, se notaba que tenía ganas de llorar, pero nunca se hubiera dejado ver llorar frente a esos hombres y a sus maquinas. Para hacerlo, esperaba a quedarse sola en un rincón escondido del bosque. Y un día, cuando las máquinas destruyan todo, a los hombres no les quedará ningún lugar para llorar; entonces los corazones se secarán, y el mundo se acabará. Se dio la vuelta, me vio, y con su mirada me invitó a seguirla para que llorara con ella el fin del mundo.

En una calle de Río un niño había robado una cartera. Un vigilante joven y atlético lo había alcanzado y ahora sostenía una pistola en su nuca, a punto de disparar. El niño estaba de rodillas, mirando al suelo, esperando la bala. Un instante antes de que el vigilante disparara, levantó los ojos, me vio, y me golpeó con una mirada grande y violenta, que contemplaba todos los días que nunca viviría.

En una montaña altísima de Bolivia vi a una muchacha que respiraba feliz el aire frío de cristal, y agradecía su suerte que la había hecho nacer tan cerca de Dios. Me vio y me sonrió, compadeciéndome, que estaba condenado a vivir tan lejos de ella y tan lejos de Dios.

En una plaza de Buenos Aires dos hombres tomaban café en una mesita redonda de mármol gris, con tres piernas de metal verde. Tomaban un café estilo Italiano, y se hablaban de vos. Mi vieron y me miraron con ironía por encima de sus tazas, elevando la ceja izquierda.

En la Tierra del fuego, un hilo de viento frío, que había viajado desde el polo sur, dio la vuelta en una esquina, se puso en la calle principal del pueblo, pasó sin parar dos semáforos en rojo, hizo volar dos periódicos, cuatro bolsas de plástico, y un sombrero que destapó la cabeza de un hombre para terminar en medio de la calle y ser aplastado por un automóvil que pasaba, para gran desesperación del dueño. El hilo de viento paró un rato frente a una boda, dobló a la derecha en la carnicería Rossi, salió del pueblo y se dirigió hacía el norte, para alcanzarme.

Todo eso lo vi ese día, y mucho más. Toda la inagotable muchedumbre, la humanidad cansada, feliz, desesperada, lo niños y los viejos serenos, la minuciosa infinidad de una América vertical y humana, todos se dieron la vuelta para mirarme a través de la puerta que se había abierto en la red, y empezaron a dirigirse hacía mi.

Todo esto existió durante un rato, pero ya no.

Una media hora después, alertados por un ciudadano concienzudo, dos policías llegaron y me arrestaron por fomento de la inmigración clandestina. Luego cerraron el agujero en la red con un triple muro de acero. Para siempre.

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