Thursday 20 February 2014

En España no se enseña a pensar

Confieso que no confío mucho en los informes sobre la calidad de la educación en los varios países, los famosos informes PISA, que hoy en día se aceptan con un afán acrítico antaño reservado a las Sagradas Escrituras. Esta falta de confianza no depende (como los malignos podrían pensar) del hecho que España se sitúa normalmente en las últimas posiciones: no hace falta PISA para darme cuenta que la educación pública en España, por mucho que haya mejorado hasta 2010, tiene muchos problemas. No, no es esto: no confío en los informes PISA porque, por debajo de su metodología aparentemente objetiva está una ideología de la educación que no comparto.

PISA mide la educación en términos de competencias, de cosas que uno sabe hacer tras pasar por la escuela. Los cambios que la educación debería fomentar en la persona y en su consciencia social no interesan. PISA ve la educación como el entrenamiento de una buena fuerza de trabajo que pueda hacer marchar la economía sin hacerse demasiadas preguntas, un cambio radical respeto a la educación pública de Jackson y Condorcet, que consideraban la educación como un instrumento indispensable para que los ciudadanos pudieran disfrutar de sus libertades, para que las constituciones no quedaran papel mojado.

PISA representa una ideología que pone la educación al servicio de la economía y no, como debería ser, la economía al servicio de la educación.

Los informes PISA consideran sólo una parte del trabajo de educar. Un método que intente comprimir algo complejo e indefinido como la educación en algo tan unidimensional como un número es forzosamente incompleto; y un método que asigna casi el mismo número a un sistema educativo inclusivo y cooperativo como el finlandés y a uno elitista y competitivo hasta el paroxismo como el de Corea, está evidentemente dejando fuera algo importante.

A pesar de todo esto, las encuestas PISA miden algo que, por parcial que pueda ser, nos pueden ayudar a la hora de hablar de sistemas educativos. Un aspecto en particular me ha llamado la atención: los estudiantes españoles tienen una puntuación tan baja no tanto por falta de conocimientos, cuanto porque no saben "aplicar" sus conocimientos a situaciones prácticas. Los españoles saben que los americanos declararon la independencia en 1776, pero no saben relacionar la falta de representación de los colonos frente a la élite aristocrática inglesa con la crisis actual de la política y la falta de representación de los ciudadanos frente a las élites económicas. Tienen conocimientos de estadística, pero tienen problemas en aplicarlas para juzgar si su sistema electoral es ecuo.

Parte del problema es, naturalmente, simple falta de interés. Chomsky notó como los americanos, incluso los menos educados y los casi analfabetos, manejan con gran habilidad conceptos estadísticos muy complejos cuando hablan de baseball. Es cierto que nuestra sociedad no anima a la gente a tener muchos intereses (y la contribución a la solución de este problema debería ser uno de los criterios de evaluación de un sistema educativo), pero hay más. Los informes internacionales apuntan a que la escuela y la universidad deberían proporcionar a los estudiantes los instrumentos intelectuales para un pensamiento libre, original y crítico. Estos instrumentos no se enseñan en una clase magistral: estos instrumentos deben calar de alguna manera "por osmosis", viviendo en un ambiente en que se aprecia y fomenta la libertad, en un ambiente en que los profesores mismos son ejemplos de pensamiento libre, original y crítico. Pero, ¿cómo es posible esto si la organización de la universidad y de la escuela impide esta misma libertad en los profesores? Los profesores de universidad (no conozco bastante la escuela como para dar una opinión) vivimos y trabajamos en una jaula burocrática, las normas nos obligan a un groupthink de la peor especie, y es casi imposible saltarse las normas para hacer lo que nos parece didácticamente justo. No se premian los que experimentan, que critican, que intentan y a veces se equivocan. No se premian los que se atreven, los que piensan. Se premian los que siguen ciegamente las normas dictadas por unos burócratas que, a veces, nunca han pisado una áula. La libertad de cátedra y de pensamiento ha quedado sepultada bajo una montaña de papeles sellados, y nos resulta casi imposible usar el pensamiento crítico que deberíamos enseñar a los estudiantes.

Quien no es libre no puede enseñar la libertad con el ejemplo. Esta contradicción es, al fin y al cabo, la misma contradicción de los informes que, como el PISA, propugnan la educación basada en competencias. Resulta, lamentablemente, que el pensamiento crítico no es una competencia: no sirve para crear una fuerza trabajo dócil. Más bien estorba.

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