Sunday 10 March 2013

Porque no nos representan

Para entender la crisis actual de la democracia representativa, y los crecientes problemas de legitimidad de los gobiernos occidentales, hay que volver un poco la mirada atrás, al comienzo del actual sistema político, en los siglos XVIII y XIX. La democracia representativa es la forma principal de la democracia burguesa, es decir, de ese sistema de gobierno que la burguesía creo cuando se transformó en la clase dominante en los países europeos. Las primeras democracias no fueron democracias en el sentido en que las entendemos hoy: no pretendían representar a todo el pueblo, ni constituirlo como sujeto político. Su objetivo era proporcionar representación a la nueva clase hegemónica.

Recordemos, por ejemplo, que hasta bien entrado el siglo XX, no existía sufragio universal. A parte el hecho de que votaban sólo los varones, para votar era necesario disponer de una cierta renta. Esto dejaba fuera parte de la antigua nobleza (que tenía tierra pero, a menudo, escasa renta) y los trabajadores (que, falta no hace decirlo, no tenían nada). Se trataba de un sistema que reconoció cierta clase social (la burguesía) como sujeto político, y le otorgó representación.

Dentro de estas limitaciones, la democracia representativa funcionaba perfectamente, y constituyó una verdadera revolución en los sistemas de gobierno. El sistema era verdaderamente representativo porque no había diferencia entre los representados y los representantes: los elegidos, los diputados y los senadores eran burgueses y aparte las diferencias entre las orientaciones políticas, compartían con sus electores una misma historia, una misma visión del mundo, unos problemas comunes.

En la época clásica de la democracia burguesa la figura del político profesional era prácticamente desconocida. Los diputados eran en su mayoría burgueses que, durante unos años, ejercían de representantes de su clase social.

A lo largo del siglo XX, la idea de democracia ha ido ampliándose, y hoy en Europa reconocemos que toda persona adulta es sujeto político, por lo menos en la medida en que tiene derecho al voto y que (en teoría) puede ser elegido como representante. Esto sólo en teoría: en práctica esta expansión de la distribución social de los representantes no se ha dado, más bien el contrario. A medida de que los representados se iban ampliando, los representantes se iban profesionalizando y restringiendo en la que Gaetano Mosca llamó la “clase política.”

Hoy usamos a menudo el término “clase política” sin detenernos demasiado en su significado. Este concepto implica que los políticos se han constituido en clase social, una clase con sus intereses propios (como todas las clases) y con una visión del mundo que no coincide necesariamente con la de los representados. El problema es que esta es la clase de donde salen los que supuestamente deberían ser los representantes de todas las clases sociales.

Hannah Arendt hizo un diagnóstico muy duro al respeto, identificando en la profesionalización de la política y su organización en partidos jerárquicamente estructurados el principal problema de las democracias occidentales, la causa principal de su deriva hacia el autoritarismo e incluso el totalitarismo. En cuanto se cree un sistema de partidos suyos miembros son unos profesionales, se elimina la capacidad de actuación de los representantes, se les saca de su clase social para que entren a formar parte de la clase política. El partido coge personas comprometidas y los transforma en militantes que no actúan de manera políticamente autónoma, sino que obedecen a la voluntad de la jerarquía de partido. Se trata de un problema que se pone en todos los países occidentales, a veces de manera más blanda (es el caso de EE.UU.) a veces de manera dramática, como es el caso de España, donde la ley electoral favorece el poder de las secretarías de partido y la disciplina de partido.

Se trata, para todos los países, de un problema de difícil solución. Incluso Arendt, con su descripción de la “democracia radical,” del espacio público, con su estudio detallado de la revolución Húngara de 1956, no consigue dar una respuesta. Es fácil crear una democracia radical, verdaderamente participativa, en momentos de emergencias, en situaciones revolucionarias. Pero, ¿cómo evitar que cuando las cosas vuelvan a su ritmo normal, cuando la gente vuelva a sus preocupaciones de cada día, la participación disminuya, y vuelva a formarse una nueva clase política profesional?

Estos problemas surgen, en España, por encima de una situación histórica muy particular. España nunca tuvo una verdadera revolución burguesa. Sus comienzos, reflejados en la constitución de 1812, fueron sofocados por la restauración de Fernando VII. Así cómo en todos los países católicos, durante la contrarreforma no se veían demasiado bien las ideas burguesas, sospechosas de protestantismo (no es casualidad que los países católicos de Europa sean, en general, menos desarrollados que los Protestantes).

A parte algunos ejemplos en Cataluña, España permaneció un país dominado por una aristocracia del latifundo, es decir, por una clase social básicamente parásita, muy diferente de la burguesía productiva de Europa. La II República fue un episodio demasiado breve y contrastado para desmontar este sistema, y el Franquismo lo confirmó y consolidó llevándolo, con todas las contradicciones consecuentes, a la aristocracia industrial de hoy en día.

Buena parte de la élite que controla hoy la economía y la política españolas está formada por esta clase social anacrónica, por un grupo relativamente pequeño de “buenas familias” que vive en una España paralela, muy diferente de aquella donde vive el 95% de los españoles. Se trata, falta no hace decirlo, de una España donde los años desde 2008 no han sido de crisis sino de bonanza.

La clase política española, aún más que la de los países burgueses, está aislada de la gente que administra, no comparte ni entiende sus problemas, sus aspiraciones, su visión de la vida.

Se han dado en España casos famosos como el del consejero de transporte de la comunidad de Madrid que declaró, en el Parlamento Autonómico, que el “Metrobus” no existía, que era una invención de los socialistas. (El “Metrobus” es un abono de 10 billetes, válido en Metro y autobuses, uno de los más conocidos y usado por los madrileños.) Todo su partido aplaudió--nadie, evidentemente, había usado un billete de Metro en su vida.

¿Puede gobernar el pueblo alguien que nunca ha compartido su vida? ¿Puede aumentar el precio del transporte público y reducir servicio alguien que nunca ha cogido un metro o un autobús en su vida? ¿Está legitimado a recortar en educación y a donar dinero público a la escuela privada alguien que nunca ha ido o ha llevado sus hijos a una escuela pública? ¿Puede recortar en sanidad alguien que nunca en su vida estuvo en la lista de espera de un hospital público?

Pueden parecer preguntas demagógicas, pero no lo son: van a la base del principio de representación así como se postula en la democracia occidental. Dicen claramente que cualquier político que viva en el lujo mientras la gente está en la calla, cualquier político que, mientras a la gente le falta todo, vive su vida entre chalet de lujo, resort de lujo y coches de alta gama, no tiene legitimidad democrática para pedir (o peor: imponer) sacrificios a los españoles.

Sólo una clase política que represente de verdad a la sociedad, una que sufra los recortes en su propia piel, está legitimada para pedir sacrificios.

1 comment:

Unknown said...

Yo voy más lejos. La clase política se ha convertido en la clase parasitaria. Los políticos de carrera con sus privilegios, sus malversaciones de fondos, sus privatizaciones de los servicios públicos para beneficiar empresas de amigos y familiares, son ahora aspirantes a la aristocracia y no tienen ninguna intención de representar ni ayudar a los ciudadanos. Engañan y posturean sirviéndose de los medios para ganar votos como si fuera una competición, donde todo vale, para ganar el botín.

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