Thursday, 8 February 2018

1989: el capitalismo se quita la máscara

El año 1989 representa un momento fundamental en la historia del capitalismo moderno y de su relación con la tecnología: es el año en que, con la caída final del imperio comunista de la URSS, el capitalismo pudo dejar de fingir, pudo por fin revelar su naturaleza anti-humanista y utilizar sin limitaciones los instrumentos tecnológicos a su disposición para empezar la destrucción del hombre solidario y político que constituía el ideal de la modernidad desde la ilustración. Es el año en que el materialismo y el egoísmo empiezan sus rápida subida en la escala de los valores sociales.

Desde la mitad del siglo XIX hasta el final de la guerra fría y sobre todo tras la segunda guerra mundial, el capitalismo occidental fue fuertemente condicionado por el miedo al comunismo, por la posibilidad de una revolución obrera en los países occidentales. Incluso cuando fue claro que el estado soviético (que de soviético no tenía nada desde 1920) se había transformado en un régimen conservador hasta el inmovilismo y que por tanto su experimento hacia el comunismo había fracasado, incluso entonces el miedo permanecía. Había en el mundo países y movimientos que, muchas veces sin adherir al comunismo centralista soviético, buscaban alternativas al capitalismo, desde la Yugoslavia de Tito hasta el Chile de Allende o la Checoslovaquia de Dubceck.

La respuesta del capitalismo fue doble. Por un lado, en las naciones periféricas, represión brutal y apoyo a dictaduras "amigas" (Pinochet, Videla, Trujillo, Marcos, Noriega, Rezha Palhavi,...), por el otro, el uso de Europa como un escaparate para crear una narrativa alternativa al comunismo, para demostrar que el capitalismo era el aliado natural de la democracia representativa, abierto a experiencias sociales nueva (pero no demasiado fuera de la norma, sobre todo, que no pusieran en entredicho los fundamentos del capitalismo) y, sobre todo, que los obreros, la clase dominante en la vision estalinista y post-estalinista de la sociedad, vivían mejor en los países capitalistas que en la URSS.

La preparación del escaparate anti-comunista tenía dos aspectos: uno económico (el capitalismo como garantía de bienestar de la clase obrera) y uno político (el capitalismo aliado de la democracia burguesa que garantiza la representación política y sindical de la clase obrera). El compromiso entre política y economía resultó en los "treinta gloriosos" (la expresión es de A. Badiou), los años entre 1945 y 1975 caracterizado por la creación del estado de bienestar y por un aumento vertiginoso de la calidad de vida en la Europa occidental democrática (es decir, con la excepción de España, Portugal y Grecia).

Con la implosión de la URSS bajo el peso de sus propias contradicciones, el capitalismo ya no necesita su escaparate, y su verdadera naturaleza y objetivos pudieron revelarse. En los últimos 30 años la economía ha roto su compromiso con la política y ha reducido cada vez más su espacio de acción hasta transformarse en la ideología hegemónica. El estado de bienestar ha sido eliminado o transformado en un negocio gestionado con criterios de rentabilidad; el gasto público se ha convertido de una función esencial (que es necesario financiar con impuestos progresivos) en un "problema estructural"; la educación ha sido sometida a una gestión de tipo industrial, transformándola de instrumento al servicio de las personas a una empresa para la producción de "recursos humanos", entrenados y dóciles; los derechos civiles y políticos han sido erosionados; las relaciones laborales han vuelto a un estado previo a 1917: unas relaciones desiguales entre quien detiene el poder económico y quien está sometido a él.

Pasado el miedo al comunismo, el capitalismo ha podido revelar su faceta más auténtica, al de un sistema anti-humanista en que las personas son instrumentos sometidos al objetivo primario: el bien del sistema económico. La economía, creada como instrumento al servicio de las personas, se ha transformado en un tirano que las personas deben servir.

El liberalismo político, nacido de la ilustración, es una disciplina humanista: a pesar de la universalidad y abstracción de su racionalidad, se trata de una racionalidad humana. Sus derechos son derechos de individuos en carne y hueso, y su mito del progreso se refiere a un progreso social y humano, un progreso de las personas en cuanto actores políticos de su sociedad. No es así en el caso del liberalismo económico. Se trata en este caso de una disciplina que tiene como objeto el buen funcionamiento de un sistema (a saber, el sistema económico) no tanto como instrumento para el bienestar social, sino como fin en si mismo. El bienestar social está subordinado a las exigencias del sistema. La perdida de derechos, la precarización del trabajo, el traslado de la producción a países donde esta se realiza en condiciones de esclavitud sustancial, todo esto se pone en marcha porque es bueno para el sistema (y para la elite que lo controla, claro está). Que sea malo para las personas que, supuestamente, el sistema económico debería servir, esto poco importa.

La victoria aplastante del capitalismo ha supuesto cambios mucho más profundos que la dominación de la economía y la vuelta a relaciones laborales típicas del siglo XIX. Por un lado, supone un intento muy claro de acabar con el hombre en cuanto "animal político", de devolverlo a un estado de natura donde cualquier forma de organización solidaria es eliminada. El individuo ideal del siglo XXI es un individuo centrado en si mismo, un "homo oeconomicus" que busca su propia ventaja material y que entra en relaciones de solidaridad (parcial y limitada en el tiempo) sólo cuando esto sea útil para su propio beneficio. Es el hombre competidor para el cual los otros sólo representan posible obstáculos o recursos para sus fines privados. La esfera de lo privado era considerada por los Griegos la esfera de lo banal, de las funciones inferiores del hombres (la palabra con que se indicaba esta esfera, ιδιος, es la raíz de nuestra palabra "idiota"); la actividad propia del hombre libre era la actividad política. La ideología neoliberal visa a invertir esta situación, a enjaular a las personas en la esfera de lo privado, destruyendo la esfera de lo político.

El prototipo de este nuevo individuo es la persona con el "smartphone", sorda y ciega a lo que sucede a su alrededor: sorda porque sus oídos están tapados por auriculares, ciega porque su mirada es capturada por la pantalla. Se trata de una persona que está en el espacio común sin estar verdaderamente allí, del ejemplo más claro de como el individuo del siglo XXI ya ha perdido el sentido de la acción común. El espacio "cyber" en que este individuo no es un espacio político. El narcisismo del "selfie" ha remplazado la mirada dirigida al mundo y a sus problemas.

El primato de la economía, evidente en el capitalismo post-1989, aspira por tanto a un objetivo muy ambicioso: deshacer 250 años de cultura política, devolver el individuo a un estado de natura, eliminar el espacio político y remplazarlo con el tecnicismo económico, un espacio en que no hay libertad de acción en cuanto el comportamiento adecuado se determina con medios técnicos con la certidumbre de un teorema matemático. EL individuo ideal del neoliberismo es un individuo a quien intentar ser libre de las imposiciones de las economía debe parecer tan absurdo como intentar no respetar el teorema de Pitagora.

Un segundo aspecto de la victoria del capitalismo es el triunfo del materialismo y la progresiva desaparición de lo que Marx llamaba la "superestructura". Las únicas funciones primarias admitidas por el capitalismo moderno son la producción y el consumo. Cualquier manifestación humana debe justificarse en términos de incremento de la producción o del consumo. Nada tiene valor que no tenga valor de mercado.

Cualquier valor que no sea cuantificable en términos de dinero es condenado a desaparecer. La cultural sobrevive sólo en uno "star system" cultural, la cultura de los "best sellers", de las subastas millonaria de cuadros de "famosos", de conciertos de masa, de música enlatada. La cultura sobrevive sólo en la medida en que ha sabido convertirse en mercado. La religión, por otro lado, es condenada a una batalla de contención en que las únicas partes vitales son los fundamentalismos. Las religiones tradicionales consiguen sobrevivir sólo librando una batalla absurda contra la laicidad (olvidando el enemigo común, el materialismo del conmsumo). Esta radicalización de la religión se caracteriza en Europa por un resurgir de los aspectos ritualisticos y tradicional del Cristianismo tras la vocación popular y solidaria del Concilio Vaticano II durante los "treinta gloriosos". En Oriente Medio, como sabemos, el fundamentalismo se ha unido a la luchas para el mantenimiento de la identidad cultural, con consecuencias mucho más trágicas.

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