La tienda tenía una fachada apreciable: una vieja fachada de madera, con un rótulo con caracteres racionalistas; una de esas fachadas de los años ’30 o ’40 del siglo XX, antaño muy comunes en las ciudades europeas. Sin ningún valor artístico, era uno de esos detalles que representan la historia de un barrio, que lo anclan a su pasado, que hacen de él algo más que un lugar anónimo en que vivir.
El fondo fue vendido, y la fachada de madera ha sido destruida, remplazada por la imagen corporativa de una empresa, una imagen de-localizada, igual en todo el mundo, sin historia y sin raíces en el barrio, una imagen que dice que podríamos estar en cualquier lugar: en Madrid, pero también en Paris o en Berlón. Algo anónimo, sin vida. Han destruido algo único para crear algo ordinario.
No es el único cambio en esta dirección. Hace años, el mercado de San Antón (que necesitaba desesperadamente una reforma) fue derribado y transformado en una pijada para turistas. Los habitantes del barrio ya no tienen mercado (a menos que no le interese comprar queso francés a precio de oro o hamburguesas “de siseño”). lAs tiendas donde la gente del barrio compraba han desaparecido: sólo quedan restaurantes, bares, y cadenas multinacionales.
Chueca está muriendo. El barrio se está transformando en otro lugar anónimo, con el mismo aspecto, las mismas tiendas, los mismos turistas que en todas las ciudades turísticas del mundo. Chueca ya no es un barrio para vivir, sino una Disneylandia vulgar y anónima para turistas que viajan buscando en otra ciudad una copia de lo que ya tienen en la suya.
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