Thursday, 30 April 2015
La "mejora" de la impresora
Hace poco menos de un año, el departamento donde trabajo cambió el sistema de impresoras en red, las que la mayoría de nosotros usa (o, por lo menos, usaba) para los trabajos de impresión más “pesados”. Cuando llegué en el departamento, hace unos nueve años, teníamos una impresora muy grande, muy recia y con pocas funciones. Gestionada directamente por el departamento, la impresora no hacía muchas cosas, pero tenía las dos características que todos buscábamos: imprimía a una velocidad muy alta y no se estropeaba nunca. Era ideal para los documentos de muchas páginas que se imprimían allí y, por lo que recuerdo, todo el mundo estaba muy satisfecho con ella. Yo seguramente lo estaba.
Pero en un ambiente altamente tecnológico es muy raro que algo tan bueno dure, el imperativo a cambiar y a tener lo último de lo último arrasa la sabiduría del “if it ain’t broke, don’t fix it”: en la época de la obsesión tecnológica las cosas que funcionan se arreglan hasta que dejen de funcionar. Por tanto el departamento empezó a instalar una serie de impresoras, cada una con más “features” inútil y cada una más lenta y complicada de usar.
El año pasado la universidad, cediendo a una Zeitgeist infame, decidió, como toda buena institución neoliberal, privatizar el servicio de impresión y la empresa ganadora, como toda buena empresa, decidió que sabía mucho mejor que nosotros lo que necesitábamos.
Desde entinces, el procedimiento para imprimir un documento, que antes consistía simplemente en pulsar el botón “print” en el programa oportuno e ir a recoger los papeles impreso, se ha transformado en algo bastante más complejo.
Tras enviar el documento, se espera un tiempo y aparece una ventana de Internet Explorer en que hay que poner la dirección de correo de la persona que va a imprimir el documento. Normalmente esta persona soy yo, por tanto pongo mi dirección de correo. Ahora tengo que ir a una impresora del departamento, introducir mi tarjeta de la universidad y elegir en una lista de trabajos los que efectivamente quiero imprimir (normalmente: todos). Por fin, la impresora se pone a trabajar. Si el trabajo es pequeño, me quedo allí esperando que la impresora termine, si no me voy a mi despacho y vuelvo en unos minutos. Se trata de un procedimiento complejo, lento y molesto. Por ejemplo, muchas veces envío un documento a imprimir y sigo inmediatamente trabajando en otra cosa. La aparición de la ventana de Explorer, en foreground interrumpe mi trabajo de manera repentina y muy molesta. Esto sin contar, naturalmente, el doble paseo hacia la impresora, por buendo que pueda ser para mi salud.
Alguien me explicó las grandes ventajas de este sistema: puedo enviar un documento a la cola de impresión de otro usuario y puedo imprimir mis trabajos en cualquier impresora del departamento, sin tener que decidir donde hasta el momento de imprimir. La cuestión que ha preguntado es si de verdad necesito estas funciones.
Pues, no.
Rara vez necesito que otra persona imprima mis documentos, y en esos casos lo más sencillo es enviarlo por email, y no me cuesta nada decidir donde imprimir un documento en el momento en que doy el comando de impresión. Desde mi punto de vista, el cambio se reduce en la introducción de un mecanismo de uso complicado y un empeoramiento de la única característica que me interesaba (la velocidad de impresión) a cambio de unas funciones que nunca he pedido y que no necesito.
Es natural preguntarse cómo sea posible que se tomen estas decisiones. Todos los manuales de diseño ponen en su primera página que cuando se diseña un sistema, de cualquier tipo, hay que empezar hablando con los usuarios, para conocer sus necesidades reales. Sin embargo ni a mi ni a mis colegas nadie nos ha preguntado nada. ¿Cómo hay que leer esta falta, muy grave en una empresa de servicios?
Hay, creo, tres componentes.
La primera es la que podríamos llamar "arrogancia tevnológica" o, incluso, "autismo tecnológico". Es normal en ciertos campos que se diseñe sin hablar con los usuario, acumulando una serie de efunciones más o menos inútiles que los diseñadores consideran "cool" y que el marketing consideran buenas para aparecer en la publicidad del producto. Lo que realmente necesitan los usuarios no es especialmente importante.
La segunda componente es el "nivel" en que se negocian estas cosas en muchas organizaciones, especialmente en España. Los proyectos de cierto tamaño no se discuten con los usuarios finales, simples ejecutores que sólo tienen que obedecer, sino con cargos gestores altos o intermedios. Se trata, en España por lo menos, de gente que a menudo tiene muy poco contacto con los problemas reales de los dependientes que tendrán que usar el sistema.
La tercera consideración se refiere especificamente a la universidad, y está relacionada con la segunda. Nadie ha preguntado nada a mi o a mis colegas porque en la nueva estructura de la universidad neoliberal ya no contamos nada, ya somos simples ejecutores que sólo tienen que obedecer. Las decisiones, incluso las decisiones académicas y de investigación ya no las toman los profesores y los investigadores, sino estructuras burocráticas rígidas que responden a necesidades económicas y políticas más que académicas. No nos preguntan nada porque la universidad ya no nos pertenece, porque somos simples apéndices ejecutivas de un sistema fuera de nuestro control. La universidad se ha transformado en una organización muy parecida a la industria, controlada por gestores que se basan en criterios de (no muy bien definida) "productividad". Los profesores se han conveertido en proletariado intelectual, sin poder decisional y sin voz.
Cada ocasión es buena para recordarnos cual es nuestro lugar real--incluso la instalación de una nueva impresora.
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